viernes, 30 de septiembre de 2016

Un retrato de carne y hueso

Doménico comprendió entonces que aquél no era su lugar, y se instaló en Toledo. La ciudad le ofrecía una clientela potencial muy amplia: estaba repleta de iglesias, capillas, monasterios y conventos, de gentes sencillas que recibían con aplausos su manera de entender el arte, y de nobles, hidalgos y burgueses deseosos de inmortalizar su estampa. Además, la ausencia de competencia le facultaba para dar rienda suelta a su manera de interpretar la pintura.

Fachada principal de la Catedral de Toledo.Se había levantado temprano con el objeto de buscar en su almacén las miniaturas de San Francisco y de la Magdalena arrepentida. Le resultaba muy útil conservar copias en formato reducido de todos los lienzos que pintaba, en especial de los santos más demandados, ya que así podía delegar en otros miembros de su taller los encargos que recibía, y rebajar los precios.

A continuación se había enfrascado en realizar algunos retoques a una Resurrección que debía entregar a finales de semana, y tras planificar el trabajo con su ayudante Francisco Preboste, se arregló para salir a la calle. Se abrigó bien, pues sabía que, pese a lo avanzado de la estación primaveral, no podía dejarse engañar por el sol que entraba por las ventanas, puesto que dentro de la vivienda la temperatura solía ser bastante más benigna que en el exterior.

Residía desde hacía años en aquellas dependencias del viejo Palacio del Marqués de Villena. No obstante, estaba pensando en buscar un nuevo alojamiento, ya que las estancias no eran especialmente cómodas, aunque sí lo suficientemente espaciosas como para albergar su estudio de pintura y sus cuadros.

El alquiler le resultaba caro, al límite del presupuesto que se podía permitir, pero los apartamentos, dotados de escaso mobiliario y enseres, aún mantenían parte de su antiguo esplendor. Satisfacían así su afición al lujo, a la vez que le proporcionaban un lugar digno en el que recibir a sus clientes. 

Con la intensa actividad pictórica que había desarrollado en las últimas semanas, sus existencias de aceite de linaza comenzaban a agotarse, así como también algunos de los ingredientes y pigmentos para fabricar las pinturas: albayalde, azarcón, tierra de Esquivias, azurita, y amarillo de plomo y estaño. Así que antes de su cita vespertina con el párroco de Santo Tomé, debía hacer un recorrido por las tiendas y recabar los materiales que necesitaba. 

Atravesó decidido la Plaza del Marqués, para dirigirse hacia la casa de su cuñado. Confiaba en que su hijo pudiera acompañarle en sus compras. Estaba convencido de que tenía madera de artista, y era conveniente que a sus doce años empezase a familiarizarse con los entresijos de su oficio.

Le recibió Juan de las Cuevas, hermano de su difunta mujer, indicándole que Jorge Manuel había salido temprano con un amigo. Su rostro siempre le recordaba a Jerónima, la que había sido el gran amor de su vida, a pesar del poco tiempo que compartieron juntos.

Autorretrato de Doménikos Tteotokópoulos, el Greco. Apenas si se había acabado de asentar en Toledo, cuando el padre de Jerónima, el noble Don Diego de las Cuevas se presentó en su casa para encargarle un retrato. Venía con su bella hija, de la que quedó prendado conforme la vio. En las sucesivas jornadas en que el caballero acudió a posar, pudo comprobar que el sentimiento era mutuo, pese a que él casi doblaba en edad a aquella maravillosa joven.

Después de varios encuentros furtivos, se atrevió a pedir su mano, pero su padre se opuso al matrimonio, principalmente porque no se fiaba de un extranjero como él. Según le refirió, su pretensión era la de desposarla con un aristócrata de la villa imperial, y no con un artista, asediado por múltiples deudas, y con un carácter tan lunático, orgulloso, soberbio, arrogante y altanero.

Aquel día le advirtió que, si persistía en mantener su relación, la ingresaría como novicia en un convento. Él no le creyó, mas pronto pudo constatar que Don Diego era fiel cumplidor de su palabra.

No supo nada más de ella durante un año, en el que sus intentos de averiguar dónde estaba recluida fueron infructuosos, hasta que un buen día le entregaron un cestillo con un niño de pocos meses dentro, y una nota que indicaba que era hijo suyo, y que Jerónima había fallecido en el convento. A partir de entonces, todas las figuras femeninas que pintaba portaban algún rasgo de su amada, aunque sólo él fuese capaz de percibirlo.

Contrariado por no poder disfrutar de la compañía de su hijo aquel día, prosiguió su camino hacia el centro urbano. El octubre pasado se había producido un incendio en la Plaza de Zocodover, por lo que muchos artesanos y comerciantes habían tenido que establecerse por un tiempo en otras casas y bodegas, así como en puestos callejeros. 

El caos debido a la ubicación provisional de los comercios se sumaba al generado por la multitud de obras que proliferaban por doquier. El entramado laberíntico de calles estrechas, adarves y callejones heredado del periodo musulmán ya no servía para una Toledo erigida en Ciudad Imperial. A la remodelación de la Plaza del Ayuntamiento, acometida por Juan de Herrera, se unían la obligada del Zocodover y otras reformas urbanísticas encaminadas a abrir nuevas vías y plazas públicas más amplias, más propias de una urbe moderna y pujante.

En este ambiente caótico Doménico se sentía cómodo, ya que el bullicio y el desorden le traían a la mente las calles de su tierra natal, Creta, que por entonces estaba bajo el dominio de la Serenísima República de Venecia. Como tanto le gustaba proclamar, él, Doménikos Theotokópoulos, había nacido en Candía, su capital, hacía ya 48 años, en el seno de una familia de mercaderes.

Desde pequeño manifestó una marcada inclinación por el arte en general, y por la pintura en particular. Inició su carrera dibujando iconos al estilo tradicional bizantino, siguiendo unos modelos artificiales y estereotipados. A sus 26 años había adquirido una notoria fama en la isla, y sus cuadros religiosos se cotizaban bien. Pero él deseaba perfeccionar su oficio, por lo que se trasladó a Venecia.

Llegó a la metrópoli con una edad ideal para exprimir todo el potencial que aquella experiencia podía depararle. Y no la desaprovechó en absoluto, trabajando en el taller del gran Tiziano. Además, Venecia pasaba por ser la capital cultural del mundo occidental y, en los paseos que acostumbraba dar, era habitual encontrarse a maestros como Tintoretto, Pordenone, Veronés, Schiavone o Jacopo Bassano inmortalizando cualquiera de sus bellos rincones en sus lienzos.

Torres de la Puerta de la Bisagra, en Toledo.Aquella ciudad de los canales le impresionó profundamente, tanto a nivel personal como en el ámbito artístico. La luz, los tonos, el agua, el brillo y el color eran únicos, e imprimían en sus artistas un lenguaje pictórico singular, que pronto asumió como suyo. 

El problema es que, con tal concentración de genios, era muy difícil para un pintor joven abrirse hueco en el mercado veneciano. Así que optó por emigrar a Roma, donde la pujanza económica de los Estados Pontificios y de su corte le abría las puertas de una pudiente clientela a la que ofrecer sus servicios.  

Sin darse ni cuenta se había plantado en el establecimiento de maese Barrera, vendedor de aceites, pero observó que estaba cerrado. Parecía que aquel día se presentaba tarde en todas partes. Se había demorado en exceso en salir de casa, tratando de terminar el cuadro, mas no se arrepentía, pues no le gustaba dejar las cosas para más adelante.

Tampoco lamentaba haber abandonado Roma. Había llegado avalado por el miniaturista Giulio Clovio, quien le introdujo en la casa de los Farnesio. En los siete años que residió en la Ciudad Eterna, efectuó numerosos retratos para la aristocracia, pero a pesar de ello percibía que no gozaba del reconocimiento pleno de los romanos. 

Allí la pintura estaba altamente influenciada por el manierismo de Rafael y Miguel Ángel, fallecidos ambos hacía unos años. Apreciaban más el método preciosista de éstos, con imágenes dibujadas a partir de líneas nítidamente trazadas, y con modelos en posturas exageradas y forzadas, que la pintura al estilo veneciano, conformada a base de manchas de color que delinean unas poses más sencillas y naturales.

No se le había olvidado el día que visitó la Capilla Sixtina en compañía del papa Pío V, aquel inquisidor dominico que había sido proclamado Sumo Pontífice, empeñado en restablecer la disciplina y la moralidad de Roma, y por extensión de toda la Iglesia y la Cristiandad. 

Sabedor de que Su Santidad desaprobaba los personajes desnudos que Miguel Ángel había proyectado en la bóveda, y de que hacía un par de años había ordenado al pintor Daniele da Volterra cubrir las carnes de aquellos jóvenes que más que santos parecían atletas, se atrevió a desacreditar la pintura del maestro de Caprese, y se ofreció a borrar sus dibujos y a rediseñar el techo completo, con figuras más naturales y decentes.

El rechazo sufrido por parte del Papa fue el primero de una larga lista de afrentas a su talento en Roma, que prefería a los artistas locales Zuccaro, Pulzone o Siciolante, y que él estimaba que estaban a años luz de su calidad estética.

Esta adversidad, junto al contacto mantenido con intelectuales españoles como Pedro Chacón o Luis de Castilla en los círculos artísticos y humanistas en los que participaba, determinó la decisión de poner tierra por medio, y aventurarse a trabajar en España. Felipe II estaba construyendo el Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, una nueva sede para la corte real, y reclutaba, sin reparar en gastos, a los mejores artistas de todos los géneros, así que pensó que se le aparecía una oportunidad inmejorable de triunfar definitivamente. 

Detalle de la Catedral de Toledo.Justo al lado de la tienda de aceites se hallaba la magnífica librería de Pedro Rodríguez, así que entró para ver qué novedades tenía. Encontró ediciones modernas de obras clásicas de Aristóteles, Plutarco, Petrarca, Eurípides y otros autores de los que ya contaba con algún libro en su biblioteca particular.

También había numerosas obras piadosas y biografías de santos, tratados de arte, y diversas publicaciones de escritores contemporáneos. El editor le recomendó encarecidamente El pastor de Filida, de Luis Gálvez de Montalvo, el Cancionero, de Jorge de Montemayor, la tercera parte de La Araucana de Alonso de Ercilla, y La Galatea, una novela ambientada a orillas del Tajo, de Miguel de Cervantes.

Doménico había oído hablar largo y tendido de éste último a su amigo Andrés Núñez de Madrid, el cura de Santo Tomé. Al parecer, en sus frecuentes viajes a Esquivias, donde vivía su hermana Elvira, había conocido al párroco de la localidad, Juan de Palacios, que era a la sazón tío de Catalina de Salazar y Palacios, esposa de Cervantes. De hecho, en las visitas que éste realizaba a Toledo siempre encontraba un momento para saludar a Andrés, pero nunca habían coincidido.

Decidió declinar las sugerencias del librero por esta vez, puesto que no quería engrosar aún más la cuenta pendiente con él. Si todo salía bien aquella tarde, el próximo día le abonaría sus deudas por los libros adquiridos en los últimos tiempos, y quizás se llevaría un ejemplar.

Empezaba a sentir algo de hambre, y se acordó de la invitación que le había realizado la semana anterior su amigo Gregorio de Angulo, alcalde de la villa, para almorzar juntos. Así que se pasó a recogerle, y fueron en busca de un mesón donde comer unas buenas gachas. 

Fue complicado dar con una mesa libre, ya que Toledo estaba abarrotado de gente. Hacía ya veinte años que Felipe II había decidido arrebatarle la capitalidad del reino, en favor de Madrid, y de su corte del Escorial. Sin embargo, la ciudad continuaba siendo el centro espiritual y cultural del Imperio, de tal forma que sus calles siempre estaban repletas de visitantes.

Finalmente entraron en un mesón de la Cava Baja, en cuyo patio interior se encontraron con José de Valdivieso, poeta, clérigo y Maestro de Artes, el extraordinario pintor Hernando de Ávila, el arquitecto de la corte Juan de Herrera, y Francisco de Pisa, capellán mayor de la catedral, quienes no dudaron en ofrecerles asiento en su mesa.

Disfrutaron de una espléndida comida, compartiendo migas, jamón asado y otros platos, regados con vinos de la tierra e hipocrás, que saboreó Doménico con deleite, en tanto que les consultaba a Francisco y a Gregorio, ambos Doctores en Derecho, sobre un nuevo pleito en ciernes.

Doménico advertía que aquí tampoco se le valoraba en su correcta medida, y que la reducida cotización de sus telas era poco menos que un insulto a su buen oficio. Normalmente, el coste de los cuadros se fijaba una vez pintados, en función de lo que determinaban un par de tasadores, uno nombrado por parte del autor y otro por parte del cliente. Aun así, las valoraciones solían estar muy por debajo de lo que él consideraba como el precio justo de su arte, de ahí su firme empeño en llevarse bien con los jueces y administradores de la Ciudad Imperial, y de que procurase frecuentar su compañía, puesto que habitualmente sus tarifas acababan dirimiéndose en los juzgados.

Concluido el almuerzo se despidieron, y Doménico se dirigió hacia Santo Domingo el Antiguo. Se animó a entrar un instante y rezar un par de padrenuestros ante el retablo mayor, la obra gracias a la cual se había afincado en Toledo. Luis de Castilla, amigo desde su estancia en Roma, había intercedido ante su padre Diego, deán de la catedral, para que le encargase a él la elaboración del retablo, así como un lienzo para la sacristía de la seo. Él aceptó encantado aquella ambiciosa tarea, que le otorgó un enorme prestigio, ya que el pueblo sí adoraba su estilo, al contrario de lo que le ocurría con las élites. 

Torre mudéjar de la parroquia de Santo Tomé, Toledo.Aún le sobraba bastante tiempo hasta las cinco, la hora en la que había quedado con Andrés. Así que fue paseando lentamente por la rúa del Ángel, entreteniéndose en los puestos de especias y pigmentos, y aprovechando para adquirir algunos de ellos, antes de que divisara la torre mudéjar de Santo Tomé.

Recordaba el largo y tortuoso camino emprendido cuatro años atrás, cuando firmó con Juan López de la Quadra, mayordomo de la iglesia, el contrato para realizar un cuadro en memoria de Don Gonzalo Ruiz de Toledo, ilustre señor de la villa de Orgaz, y benefactor de la parroquia.

Antiguo alcalde de Toledo y Notario Mayor del Reino dos siglos atrás, había sido un hombre piadoso, muy querido y respetado en la ciudad. Su sepulcro se ubicaba en la zona más apartada y humilde del templo, por expresa voluntad suya. Andrés era un devoto de su persona, y había resuelto dedicarle un merecido homenaje, remodelando su emplazamiento en la capilla de Nuestra Señora de la Concepción, y dotándole de un retablo solemne y digno, más acorde con sus merecimientos.

Contaba para ello un dinero obtenido por el legado dispuesto por Don Gonzalo, según el cual el municipio toledano de Orgaz debía pagar anualmente a la parroquia un tributo de 800 maravedíes. Como quiera que hacía muchos años que el pueblo no había cumplido su compromiso, se acumuló una gran suma que Andrés había conseguido recaudar después de litigar en la Real Audiencia y Chancillería de Valladolid. 

Para tal obra le eligió a él, feligrés de Santo Tomé, ya que vivía a unas cuadras de la misma. Además, eran medio parientes, pues la sobrina de Andrés, Petronila, estaba casada con su cuñado Juan de las Cuevas, al que había saludado esta mañana.

Finalizada el cuadro, llamaron a los tasadores Luis de Velasco y Hernando de Nunciva, que estimaron que la iglesia tenía que abonarle 1.200 ducados. No quedó conforme el capellán, y requirió que vinieran unos nuevos peritos. 

Acudieron en esta ocasión los artistas Hernando de Ávila y Blas de Prado. A la vista del portentoso alarde de técnica desplegado por él en aquel cuadro, dictaminaron que el precio debía ser de 1.600 ducados. Ante tal exorbitada cifra, el párroco solicitó una tercera opinión, que aún elevó más la tasación, hasta los 1.700 ducados.

El cura estimaba imposible poder afrontar tal desembolso, así que se avino a pagar los 1.200 de partida. Él no podía admitir semejante desprecio, así que optó por pleitear una vez más. Tras dos años de disputas, en las que incluso llegó a recurrir al pontífice, finalmente Doménico estimó conveniente renunciar a los 1.700 ducados.

Los 1.200 de la tasación inicial era una buena cantidad que le facilitaría liquidar las deudas contraídas y mantener durante un tiempo su ostentoso tren de vida, así que aceptó la oferta de su amigo Andrés, quedando a expensas de su cobro aplazado, ya que la parroquia no disponía de tan elevada suma. 

Cuadro de 'El entierro del señor de Orgaz'Habían pasado ya unos cuantos meses desde entonces, y todavía no había percibido la cantidad convenida. Hasta que, por fin, la semana anterior Andrés le había comentado que esta tarde liquidaría su débito con él. Cuando entró en la iglesia vio que no estaba, así que se dispuso a esperarle, contemplando su obra.

Repasó la sección inferior, en la que San Esteban y San Agustín ayudaban a recoger el cadáver del señor de Orgaz, flanqueados por algunos caballeros en procesión, entre los que había situado a varias personalidades de la época, fácilmente identificables, como el profesor Alonso de Covarrubias y su hermano Diego, el ecónomo Pedro Ruiz Durón, el párroco Andrés, el mayordomo Juan López de la Quadra, o Francisco de Pisa, con quien había compartido mesa hacía un rato, además de su propio autorretrato. Se detuvo un momento en la imagen de su hijo Jorge Manuel, que había ubicado al lado de San Esteban, y se admiró de lo que había crecido en los tres últimos años. 

Dirigió ahora su atención a la parte celestial. Aquí podía ver dos comensales más del almuerzo, el poeta Valdivieso y el regidor Gregorio Angulo, en compañía de otros egregios personajes como el Papa Sixto V,  el arzobispo Gaspar de Quiroga, el conde de Mora, el cardenal Tavera o el mismísimo Felipe II.

A éste le había reservado un puesto poco preeminente, una pequeña venganza que se había permitido, resentido por la desconsideración que había mostrado el monarca hacia su pintura.

Cuando llegó a El Escorial, compuso un primer cuadro que agradó al rey, la Alegoría de la Liga Santa. Con esa primera carta de presentación, pensó que no habría contratiempo alguno para convertirse en su pintor de cámara. El segundo encargo fue El martirio de San Mauricio y la legión tebana. Y aquí surgieron los problemas. Su puesta en escena no se correspondía con lo que el rey esperaba. 

La estupenda recreación de la historia, y su atrevida propuesta, distraían del mensaje religioso que el monarca quería transmitir. Y en aquellos tiempos de Contrarreforma, según la cuadriculada mente germánica del soberano, lo verdaderamente importante era la claridad de la idea, y no la forma en que ésta se desarrollaba. 

Doménico comprendió entonces que aquél no era su lugar, y se instaló en Toledo. La ciudad le ofrecía una clientela potencial muy amplia: estaba repleta de iglesias, capillas, monasterios y conventos, de gentes sencillas que recibían con aplausos su manera de entender el arte, y de nobles, hidalgos y burgueses deseosos de inmortalizar su estampa. Además, la ausencia de competencia le facultaba para dar rienda suelta a su manera de interpretar la pintura. 

Oyó unos pasos que se acercaban, mientras que poco a poco alcanzaba a oír la voz del sacerdote, que charlaba animadamente con otra persona. Cuando cruzaron el umbral, Doménico se quedó completamente petrificado, cual si le hubiese atravesado un rayo. Como buen cristiano, creía en la resurrección de la carne. Pero jamás imaginó que un protagonista de sus óleos pudiese cobrar vida y presentársele delante de él en forma humana.

Aquel hidalgo de mediana edad exhibía una barba enhiesta, bigote fino, nariz levemente desviada a la derecha, frente despejada, cejas arqueadas, mirada distraída y un hombro izquierdo ligeramente desprendido.

Lucía un rico atuendo de terciopelo oscuro, con gola y puños blancos de blonda almidonada, una cadena y un colgante de oro, y apoyaba su mano diestra de delgados dedos sobre el corazón, en un ademán de éxtasis perpetuo.

El caballero de la mano en el pecho, de El Greco. De gesto severo a la par que delicado y melancólico, su elegancia radicaba en las proporciones alargadas de su complexión. A él le gustaba desvirtuar las medidas reales y prolongar las imágenes verticalmente, pues opinaba que así sus figuras adquirían una mayor sensación de arrobamiento místico. Así, en el retrato que había confeccionado hacía unos años, había trabajado sobre el dibujo original de tal forma que era difícil distinguir a su modelo, el notario de la villa. En este caso, el personaje podía presumir de una modélica elongación longitudinal propia, y de parecerse más que el propio original a la imagen del retrato.

Sin tiempo para salir de su asombro, Andrés le presentó a Miguel de Cervantes. Tras intercambiar unas cuantas frases convinieron que tenían mucho en común: su estancia en Italia con el fin de buscar fortuna, su forzado encaje en los cánones de la Contrarreforma, su formación humanista, y una peculiar forma atrevida y provocativa de enfrentarse a la azarosa existencia que les había tocado vivir. Sin duda, Miguel sería un excelente compañero con el que gastarse durante aquella noche parte de los ducados que iba a embolsarse en breve. 



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