viernes, 29 de abril de 2016

Fibonacci y el concurso

Corría el año 1225 cuando el emperador Federico II organizó en Pisa una competición entre los mejores matemáticos de la época.
Aquella espiral que le había regalado el maestro Escoto le producía una extraña sensación, a pesar de que ese tipo de curvas le había atraído siempre. Era una especie de amuleto, que debería proporcionarle sabiduría, según le había referido su nuevo amigo.

En el camino de vuelta a casa por la ribera del Arno, y ya lejos de la Plaza de los Siete Caminos, seguía tropezándose con gente que le felicitaba a su paso, aun cuando con muchos de ellos no había cruzado ni media palabra hasta entonces.


Pisa era una población relativamente pequeña, de tal forma que todos los habitantes se conocían por algún que otro motivo, si bien, dada la pujanza económica que había cobrado en los últimos años, resultaba normal encontrar numerosos extranjeros paseando por sus calles, venidos a establecer negocios con los mercaderes locales. 

Estaba orgulloso de que su ciudad ocupase un lugar preeminente entre las llamadas repúblicas marítimas, como eran Génova, Venecia, Amalfi, Ancona, Gaeta, Noli o Ragusa, fundamentalmente desde su participación en las Cruzadas. Ello le obligaba a mantener despachos consulares en diversas plazas del Mediterráneo, para favorecer las transacciones de su potente comercio y vigilar los intereses mercantiles de sus empresarios. 

Él había nacido en Pisa, pero de pequeño se trasladó a Bugía, una población norteafricana en la Cabilia, cercana a Argel, en la que los mercaderes pisanos se proveían de materias primas como cueros y pieles. Allí su padre Guglielmo llevaba la delegación comercial de la metrópoli en aquel puerto.

Leonardo recordaba con cariño a su magnífico tutor musulmán, que le enseñó las ciencias de los árabes, el sistema de numeración posicional hindú y los escritos de los griegos clásicos, mientras que su progenitor le iniciaba en los negocios y la contabilidad.

De esta manera, y por motivos profesionales, durante su juventud viajó por diferentes países como Egipto, Siria, Sicilia, Berbería, Grecia o Provenza, en los cuales tuvo la oportunidad de entablar contacto con los matemáticos más notables de cada lugar, y de profundizar en sus estudios sobre el cálculo y las cifras indoarábigas, así como en la aplicación práctica de los mismos en su trabajo.

Finalmente decidió concluir su aprendizaje, y establecerse como administrador en su ciudad natal, donde en poco tiempo se granjeó una buena fama por los vastos conocimientos adquiridos sobre temas jurídicos, fiscales, contables, cambistas y aduaneros, y por la exactitud de sus cuentas, gracias a los novedosos números que utilizaba. 

Con ellos sorprendía enormemente a todo el mundo, no solamente por su grafía, sino porque los trazaba de derecha a izquierda, al modo de la escritura musulmana. Ciertos paisanos todavía le miraban con cierto recelo, e incluso había alguno que sostenía que aquellos signos solo podían estar inspirados por el diablo, especialmente el que representaba la nada.

No obstante, gozaba de un prestigio aún mayor a nivel internacional. En el año 1202 había publicado su Liber Abaci, una obra que se había difundido por Europa entera, y en el que compilaba todo el saber matemático que había asimilado. En sus páginas describía el sistema numeral hindú y las reglas para operar con él: los criterios de divisibilidad, la descomposición en factores primos, la conversión de pesos y medidas, el cálculo de intereses, el cambio de moneda…

Dadas las ventajas del nuevo sistema sobre la numeración romana, el texto fue recibido con entusiasmo por los eruditos occidentales, lo cual le animó a escribir otros libros, como el que versaba acerca de los números cuadrados, el tratado de Geometría práctica, o algunos manuales sobre aritmética comercial.

Hasta tal punto se había extendido su talento fuera de aquella urbe amurallada, que el deseo de conocerle había llevado al emperador Federico II, apodado stupor mundi, o ‘asombro  del mundo’, a aprovechar su paso por la Toscana, para hacer un alto en la ciudad.

Era domingo, y Leonardo estaba descansando en su hogar. Su hija Bianca se acercó para  contarle que necesitaba más comida para sus conejos. Hacía unos meses que le habían regalado a la pequeña de ocho años una pareja de conejos como mascotas.

Los conejos se habían reproducido al cabo de un mes, naciendo otra pareja de conejitos. Los conejitos pequeños alcanzaban su edad fértil cuando cumplían un mes, y engendraban una nueva pareja de conejitos al mes siguiente. Y así ocurría también con las parejas anteriores, de  forma que enseguida reunieron 3, 5, 8 y hasta 13 parejas de conejos, para gran regocijo de Bianca.

Estaba pensando en que pronto no cabrían tantos conejos en la casa, cuando, en ese momento, unos soldados golpearon la puerta. Venían a buscarle, para se presentase ante el emperador, que reclamaba su presencia.

A Leonardo le sorprendió la invitación. A él nunca le había gustado meterse de lleno en la vida política, aunque en su familia siempre habían sido de la facción gibelina, esto es, partidarios del emperador. De hecho, eran pocos los conciudadanos que pertenecían al partido de los güelfos, seguidores del Pontífice de Roma, al contrario de lo que sucedía en la vecina y enemiga Génova. Por tanto, en un principio no tenía nada que temer, así que acompañó a los emisarios. 

Mientras seguían la margen derecha del Arno, pudo divisar la Piazza del Duomo y admirar una vez más el armónico conjunto arquitectónico de mármol blanco y rítmicas geometrías que conformaban la Catedral y el Baptisterio. Sonrió al ver aquella fallida torre del campanario, interrumpida en su construcción desde hacía unas décadas, cuando cedió el suelo tras haber levantado apenas tres plantas de la misma. 

Por fin llegaron a la Piazza delle Sette Vie, donde confluían las siete calles más importantes de la villa. Entraron en el Palazzo degli Anziani, sede del gobierno de la República. Federico, rey de Sicilia, Chipre y Jerusalén, y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, le esperaba impaciente. 

Federico se había criado en Sicilia, y amaba profundamente su tierra, en la que había recibido una extraordinaria formación de los sabios grecolatinos y musulmanes que allí convivían pacíficamente. Era un hombre culto, que dominaba hasta nueve lenguas, además de poseer amplios conocimientos de filosofía, astronomía, matemáticas, medicina o ciencias naturales. Le contó que se sentía muy satisfecho de haber fundado una Universidad en Nápoles y una Escuela de Medicina en Salerno. 

Gustaba de rodearse de los mejores intelectuales. Entre ellos se hallaban los filósofos Theodorus Physicus y Juan de Palermo, el astrónomo Dominicus Hispanus, o el astrólogo y científico Miguel Escoto, quien le había hablado maravillas sobre él.

Precisamente el primero de los acompañantes que le presentó el rey fue Miguel. Se trataba de un escocés que había trabajado en la floreciente Escuela de Traductores de Toledo. Allí transcribió al latín parte de las obras de Aristóteles, así como el Liber Abaci de Leonardo, y numerosos tratados de astronomía, alquimia y medicina.

A la vez que realizaba las traducciones se iba instruyendo en las distintas materias, cuyo dominio le habían conferido un halo siniestro, que muchos identificaban con la brujería y la magia negra, pero que el emperador valoraba justamente. Por eso también confiaba en su criterio cuando Miguel afirmaba que Leonardo era el más brillante matemático de los últimos siglos, algo que también corroboraba Dominicus. 

El caso es que cuando el escocés se le acercó a saludarle, le desconcertó que le obsequiase con un misterioso talismán con forma de espiral, para que le diera suerte. En aquel instante Leonardo no entendía muy bien por qué necesitaba tener suerte, hasta que le explicaron el propósito de su convocatoria.  

Estaba en duda su valía como científico, principalmente por Juan de Palermo, el cual le había recibido fríamente, así que, aprovechando que en Pisa se encontraba aquellos días el insigne y reputado matemático sajón Jordanus Nemorarius, el emperador había estimado conveniente organizar un concurso en el que participarían ellos dos, así como otros grandes ilustrados que integraban su séquito. 

Durante varias horas, Juan les planteó diversos problemas muy complicados, que todos intentaron afrontar del mejor modo que sabían. Entretanto, en la ciudad se había corrido la voz de que uno de sus vecinos más queridos se enfrentaba a una difícil prueba contra los científicos más reputados del imperio.

La gente se empezó a congregar a las afueras del edificio, en tanto que dentro del mismo, los presentes se esforzaban en procurar responder en el menor tiempo posible el examen que les había propuesto Juan de Palermo. El emperador curioseaba atentamente las hojas que iban rellenando los distintos participantes, aunque siempre se demoraba más cuando pasaba al lado de Leonardo. Le fascinaba la originalidad, y elegancia de sus métodos, y de qué forma manejaba aquellas cifras árabes, mientras que los demás escribían su cuentas con los numerales romanos, eso sí, ayudados por unos ábacos. 

Juan de Palermo también iba y venía por la sala, observando los cálculos, cada vez con más afectación al comprobar lo bien que se estaba desenvolviendo Leonardo. Federico reía complacido al ver a su asesor completamente desencajado, porque el pisano conseguía superar uno tras otro todos los ejercicios formulados por Juan, que incluían cuestiones tan variadas como ecuaciones, cuadrados de números o repartos proporcionales.

Leonardo acabó la prueba el primero, con bastante diferencia de tiempo respecto del segundo, que fue Jordanus. Quedaba por corregir los resultados para verificar si había sido el vencedor. Un estallido de patriótica emoción recorrió toda la plaza, cuando les comunicaron que el pisano Fibonacci, el hijo de 'Bonacci', el bonachón, había resultado el vencedor de aquel torneo. 

Leonardo se despidió del emperador y de sus contrincantes, así como de Miguel Escoto, quien le recordó, con voz muy baja y misteriosa, que el colgante le sería nuevamente de gran utilidad en breve.

Cuando salió del palacio, sus paisanos le aclamaron al grito de Leonardo, obviando, al menos por aquel día, el mote por el que le conocían: 'Bigollo', que significa despistado. Anhelaba regresar con su mujer Beatrice y a su hija Bianca, a las que encontró a medio camino, pues les habían avisado de su gran triunfo. 

Se fundió en un abrazo con su esposa, y levantó a su hija por los aires, rebosante de alegría. En aquel momento, echó una mirada a la intrigante figura del amuleto rojo del nigromante, y lo comprendió todo. 

Como si se tratase de una espiral, que se va alejando de forma gradual de su centro, el número de parejas de conejos seguía una sucesión en la que cada término era la suma de los dos anteriores: 1,1,2,3,5,8,13. Ahora sabía lo que le iba a decir la pequeña Bianca cuando les interrumpieron los soldados: ya tenían en casa un total de 21 parejas de conejos. Era hora de acercarse al mercado y comprar una buena provisión de heno y zanahorias.





Esta entrada participa en la Edición 7.3 del Carnaval de Matemáticas que organiza en esta ocasión el blog Pimedios.

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