sábado, 18 de junio de 2016

La tormentosa mañana de Benjamin Franklin

Para él, la vida era una especie de inmenso ajedrez, en el que uno debía confiar en sus capacidades hasta el último momento, enfrentando valientemente a sus contrarios, ejercitando la paciencia y la prudencia, y desplegando todas las habilidades y recursos al alcance, para obtener la victoria sobre el rey enemigo, observando siempre las reglas establecidas.
Benjamin Franklin junto a su hijo William, realizando el famoso experimento sobre la electricidad, haciendo volar una cometa en medio de una tormenta.Tenía la firme convicción de que las inclemencias del tiempo alteraban el débil equilibrio mental de la personas. Y comenzaba a sospechar que, de igual manera, la variabilidad de la meteorología venía condicionada por el humor de la gente. Hoy, sin ir más lejos, el cielo se había ido cubriendo de nubes conforme crecía la expectación ante el acontecimiento que tendría lugar horas más tarde.

Se avecinaba una tormenta, lo cual no le sorprendía lo más mínimo, no tanto porque el clima de la zona, de veranos calientes y húmedos, solía formarlas con frecuencia, sino porque las tempestades le habían venido acompañando desde su juventud en los días más señalados.

Aún se acordaba de la granizada del día en que, a sus 17 años, dejó atrás su ciudad natal de Boston, y puso rumbo a Filadelfia. La ciudad del ‘amor fraternal’ era la urbe más poblada de las trece colonias, y la tercera más importante del Imperio Británico, solo por detrás de Londres y Dublín. 

No se equivocó cuando pensó que sería una enorme oportunidad asentarse en aquella ‘nueva Atenas’, capital política y social de Norteamérica, y desarrollar allí su espíritu emprendedor. Trabajaba en la imprenta de su hermano, que también regentaba el periódico New England Courant. En él, Benjamin publicó sus primeros artículos periodísticos, aunque la discrepancia de criterios con su familia le animó a seguir un camino distinto.

También se desencadenó una fuerte galerna el día que se casó con su esposa, Deborah Read. Los nubarrones se precipitaron sobre su relación desde antes de su matrimonio, y no se acabaron de despejar del todo con el paso del tiempo. Tuvieron tres hijos, William, Francis y Sarah, si bien el pequeño Francis falleció a los 4 años víctima de una viruela.

Pero la tormenta que más tenía presente fue aquella en la que, ayudado por su hijo William, hizo volar una cometa. Fruto de una década de estudios sobre la electricidad, estaba convencido de que los rayos consistían en una descarga eléctrica entre las nubes y la tierra, y no en una manifestación de la ira divina. Y para demostrarlo, ideó un experimento con una cometa que fue completamente exitoso, más aún teniendo en cuenta que otros investigadores posteriores habían muerto electrocutados en similares circunstancias por no tomar las debidas precauciones.

Por eso no se extrañó cuando, al salir de su domicilio, oyó un trueno estremecedor. Aceleró el paso, aunque todavía no caía ninguna gota, para llegar rápidamente a la City Tavern. Centellearon un par de relámpagos, aunque se sentía protegido, gracias a que, desde hacía unos años, se habían instalado diversos pararrayos en los edificios más elevados de la ciudad, entre ellos su casa de tres plantas, siguiendo el diseño que él mismo expuso en su famoso Almanaque del Pobre Richard.

Pasó por delante de la Coffee House, donde comerciantes y empresarios locales solían reunirse para cerrar sus tratos, o discutir de política, aunque aquella mañana estaba inusualmente vacía.

Cartel de la City Tavern lugar de encuentro de los delegados del Segundo Congreso Continental.Fiel a su habitual puntualidad, fue el primero en presentarse en la City Tavern, ‘la taberna más gentil de América’.  Junto a la Coffee House y la Tun Tavern, constituía uno de los puntos de encuentro favoritos de muchos delegados del Segundo Congreso, en la que debatían sobre la independencia, la esclavitud o los impuestos, mientras degustaban sus exquisitos platos de salmón ahumado, ostras, sopas de maíz, ensalada de camarones y cangrejo, o el riquísimo salpicón de verduras con pavo y pollo, todos ellos regados con abundante cerveza del país.

Pidió que le sirvieran un té, y dos de aquellos sabrosos dulces con un agujero en su centro, introducidos por los inmigrantes holandeses, y que tanto le gustaban.  Una vez que dio cuenta del desayuno, y para matar el tiempo hasta que llegaran sus amigos, se acercó a una de las mesas en las que un par de comensales disputaban una reñida partida de ajedrez.

Él era un fanático del juego de los escaques, que había practicado no sólo en aquel placentero local, inaugurado hacía un par de años, sino también en sus viajes al Viejo Continente. Para él, la vida era una especie de inmenso ajedrez, en el que uno debía confiar en sus capacidades hasta el último momento, enfrentando valientemente a sus contrarios, ejercitando la paciencia y la prudencia, y desplegando todas las habilidades y recursos al alcance, para obtener la victoria sobre el rey enemigo, observando siempre las reglas establecidas.

De buena gana habría echado una partida con cualquiera de los avezados jugadores que a aquellas horas se daban cita en la cantina, pero hoy tenía el tiempo contado. Levantó la vista a través de sus lentes bifocales, que recientemente había ideado para combatir su creciente presbicia, y vio entrar por la puerta a George, Thomas y John. Les acompañó en su desayuno tomando esta vez una rica galleta de batata, y abandonaron enseguida la taberna.

John Adams era un excelente abogado, con un profundo dominio del derecho inglés y colonial, y defensor a ultranza de que los territorios americanos debían ser plenamente soberanos para regir sus asuntos internos. Benjamin estaba de acuerdo con su creencia de que toda sociedad tenía que dotarse de una forma de gobierno que fuese eficaz para  los fines deseados, que no habían de ser otros que la felicidad de la mayoría de las personas. 

Con Thomas Jefferson tenía menos trato, a pesar de compartir con él su afición a las matemáticas y a la mecánica. Era un relevante arquitecto, que vivía en Monticello, por lo que se veían esporádicamente, en especial cuando Thomas visitaba la American Philosophical Society, la sociedad científica que Benjamin presidía.

Benjamin Franklin, el inventor, político, científico, impresor...Por otra parte, con George coincidía frecuentemente, tanto en los oficios religiosos, como en las reuniones de la masonería. George Washington era un destacado terrateniente y magnífico agrimensor, que desde hacía unos años se había dedicado casi por completo a su carrera militar, con notable éxito. Por ello, había sido nombrado comandante en jefe del Ejército Continental.

Al subir por Second Street en dirección a la casa de Betsy Ross, comprobaron complacidos que poco a poco el cielo se aclaraba, dispuesto a sumarse a la celebración de aquel día, mientras que las calles estaban cada vez más concurridas. Pasaron enfrente de la suntuosa iglesia episcopaliana de Christ Church, el edificio más alto de continente, y en la que Benjamin acostumbraba a encontrarse con John Adams, George Washington y Betsy Ross, así como con varios líderes de la revolución y otros asistentes al Congreso.

Más adelante, y antes de desviarse por Arch Street, divisó la nave de Fireman’s Hall, que acogía a la Union Fire Company, el primer cuerpo municipal de bomberos, cuya creación había impulsado hacía cuarenta años, en su calidad de miembro de la Asamblea General de Filadelfia.

George Washington conocía a Betsy desde hacía años, le había confiado varios trabajos, y sabía de su buen hacer como costurera, especialmente en la manufactura de banderas para barcos y tropas. Además, su marido John Ross era sobrino de George Ross, uno de los miembros preeminentes del Congreso Continental, así que no hubo dudas sobre a quién confiar el señalado encargo.

Fue por todo ello por lo que pusieron en sus manos la confección de la nueva bandera de las Colonias Unidas. Le trajeron el diseño que habían aprobado, con trece listas horizontales rojas y blancas, que simbolizaban a los trece estados que configurarían la Unión, y trece estrellas hexagonales blancas sobre un fondo azul. En este detalle, la modista puso ciertos reparos acerca de las estrellas, y sugirió sustituirlas por estrellas de cinco puntas, más fáciles de coser. 

Como era de esperar, había cumplido con su parte y tenía la enseña lista, pese a la urgencia del pedido. Le abonaron los 14 dólares españoles pactados, y partieron con ella hacia la Cámara Estatal. 

Benjamin se despidió de Betsy, una mujer a la que también conocía hacía años, y que le profesaba un gran afecto, desde que se enteró que era el padre de William Franklin. Ella pertenecía a una familia de cuáqueros, y al establecer relaciones con John Ross, uno de los aprendices de la tapicería familiar, tuvo numerosos problemas dentro de su congregación, ya que él era hijo del rector episcopal de Christ Church.

En casa de Betsy Ross, recogiendo la primera bandera de los Estados Unidos de América.Dado el rechazo de la comunidad cuáquera a los matrimonios con personas de otras confesiones, no les quedó más remedio que huir a Gloucester City. Más tarde, William Franklin, por entonces gobernador de Virginia, les desposó. Pese a ello, cuando volvieron fueron repudiados por los parientes de Betsy, así que decidieron fundar su propia empresa de tapicería.

Hacía tiempo que Benjamin no tenía noticias de William, al menos de primera mano, a diferencia de lo que ocurría con su hija. Sarah se había casado con un comerciante venido a menos, Richard Bache, con el que había tenido siete hijos. Tras la reciente muerte de su mujer Deborah, su hija estaba muy pendiente de él.

Estaba muy orgulloso de ella. Era una extraordinaria patriota, se había afiliado a la Asociación de Mujeres de Filadelfia, y ejercía un liderazgo activo en lo que se refería a la recaudación de fondos para el Ejército Continental. De William también lo estaba, a pesar de que hubiese optado por situarse en el bando contrario, el de los lealistas, que apoyaban la permanencia en el Imperio Británico.

Desde siempre había sentido una gran predilección por él, y había estado a su lado en todo momento, apoyándole en su carrera profesional. En un principio, le empleó en su imprenta de Market Street. Sin embargo, William se enroló en el ejército del rey Jorge III, para combatir contra las tropas franco-canadienses, obteniendo en unos meses el rango de capitán por su valor y diligencia.

A Benjamin no le complacía el oficio de su hijo, así que le envió a vivir con sus parientes a Boston, una ciudad en la que William se sintió muy a gusto. No soportaba tenerle lejos, así que cuando cesó en su puesto de la Asamblea de Filadelfia, le propuso a él como su sucesor. Y lo mismo hizo cuando renunció a su cargo de director general de la Oficina Postal de Filadelfia, cediéndoselo también a William.

En su viaje a Londres como representante de los intereses de Pennsylvania, se lo llevó con él, para que se instruyese en las artes de la alta política. Benjamin desplegó una intensa actividad en las más altas esferas de la metrópoli, en las que era un individuo muy querido y apreciado por su agradable personalidad, su talento y su sentido del humor. En todo instante, aprovechaba para abrirle puertas a su hijo, quien lentamente fue introduciéndose en los círculos más influyentes de aquella comunidad, en tanto que completaba su formación en leyes. 

Fue tal el apego de William por la sociedad londinense, que cuando Benjamin estimó que había llegado la hora de volver, William le respondió que no le acompañaría en el viaje de regreso. No obstante, pronto retornaría a América, pues gracias a la amistad de Benjamin con el primer ministro Lord Bute, fue investido Gobernador Real de Nueva Jersey.

Plano de la ciudad de Filadelfia.Sabía que, más pronto o más tarde, su hijo le rechazaría, desde aquel día en que le preguntó por los rumores que había oído sobre su persona. Unos decían que si era hijo de una relación que había mantenido Benjamin con Barbara, una criada de la casa, antes de casarse con Deborah. Otros comentaban que era producto de un desliz extramatrimonial de su madre. Y otros sostenían que lo habían concebido en pecado, previamente a sus esponsales.

Nunca quiso responder a William. No tenía sentido a estas alturas de la vida. Era su hijo, le quería como tal, y eso debía bastar. Sin embargo, sabía que pese de sus desvelos, finalmente le abandonaría, como así sucedió en Londres. 

Por un instante se sintió solo, pese a que paulatinamente las calles se iban abarrotando de personas, que confluían todas en la misma dirección que ellos llevaban. Al acceder a Market Street, resultaba bastante difícil avanzar. Esta avenida le traía a Benjamin innumerables recuerdos, ya que en ella se habían ubicado gran parte de los proyectos que él había impulsado como regente de la ciudad: el primer hospital, la biblioteca pública, la Universidad de Pennsylvania, con sus escuelas de medicina y anatomía, o el teatro permanente. 

En esta arteria tenía su domicilio la imprenta que fundó en su vuelta a Filadelfia, una vez que hubo pasado dos años aprendiendo la profesión en las más importantes rotativas de Londres, Palmer’s y Watt’s, y uno de cuyos primeros encargos que recibió fue la emisión de papel moneda para las colonias británicas. 

Paralelamente creó un periódico, el Penssylvania Gazzette, desde el que fue desgranando una crítica a todo el sistema establecido, y el popular Almanaque del Pobre Richard, una revista que trataba temas tan dispares como el santoral, consejos médicos, horóscopos, frases célebres y proverbios, o previsiones meteorológicas, y con el que, a lo largo de 20 años, fue labrándose un nombre y una fortuna que le había permitido vivir cómodamente el resto de su existencia. 

Siguieron descendiendo por la Calle Cuarta, dejando a un lado Carpenters’ Hall. Este era el actual lugar de reunión de la American Philosophical Society, una organización fundada por él y dedicada a la promoción de actos científicos, debates, publicaciones y encuentros profesionales, todo bajo el marco de la Ilustración. 

Este edificio de estilo georgiano, próximo a su casa, y erigido en un principio para albergar la sede del  gremio de carpinteros, arquitectos y constructores, era utilizado para otros múltiples eventos, como el de acoger el Primer Congreso Continental, celebrado hacía dos años.

Fachada de la Pennsylvania State House.En el Carpenters’ Hall, Benjamin, había presentado sus múltiples inventos, como sus hornos o chimeneas, sus gafas bifocales, sus cuentakilómetros para los servicios postales, sus aletas de natación, o sus armónicas de cristal. 

Estas invenciones, además de sus experimentos sobre la electricidad, le habían servido para adquirir una reputación en el mundo científico, que le había llevado a ser reconocido miembro de la prestigiosa Royal Society de Londres, aclamado por la Academia de las Ciencias de París, y distinguido por las Universidades de Oxford y Saint Andrews.

Definitivamente lograron llegar a la plaza que se abría frente a la Pennsylvania State House, un majestuoso palacio de ladrillo rojo, coronado con un campanario y aguja, sede del gobierno colonial, y en el que había tenido lugar el Segundo Congreso. Entraron en el Salón de Reuniones, donde los asambleístas esperaban impacientemente a que llegasen con la bandera recién terminada, para ondearla en el balcón. 

Todo había empezado, o culminado, según se mirase, el lunes 1 de julio. Los representantes de las 13 colonias habían afrontado la primera votación para decidir si se separaban de Inglaterra. Con anterioridad, Thomas Jefferson, John Adams, Roger Sherman, Robert R. Livingston y él mismo habían sido encargados de redactar la declaración de independencia, que se sometió aquel día al dictamen de la asamblea. 

No hubo unanimidad, puesto que los delegados de Carolina del Sur y de Penssylvania no habían votado a favor, en tanto que la delegación de Nueva York se abstuvo. Así que después de una larga jornada de discusiones, a Benjamin no le quedó otra opción que aplazar la sesión hasta el día siguiente.

El martes, los políticos reticentes a la independencia cambiaron su voto, y finalmente se aprobó el manifiesto, aunque para alcanzar el acuerdo se habían propuesto diversas modificaciones en la redacción, y se habían suprimido casi una cuarta parte de los artículos. Entre George Washington, John Dalton y él, debían darle una forma jurídica correcta a todas las modificaciones, en el menor tiempo posible.

El jueves 4 de julio, una vez concluida su redacción, habían sometido a votación la declaración de secesión corregida, siendo ratificada y firmada por los delegados. De inmediato,  entregaron esta versión definitiva al impresor John Dunlap, para que emitiera 200 copias de la misma y fuesen distribuidas por todos los Estados de la nueva Unión, con el fin de proceder a su promulgación, y dar así por disueltos de forma irreversible los lazos políticos con la corona británica. 

Y hoy, 8 de julio, se iba a efectuar su lectura pública desde los escalones de entrada de la Cámara Estatal, a la misma hora que se procedía a su promulgación en otras ciudades. Tal honor había recaído en John Nixon, teniente coronel del ejército y notable orador, que se había vestido con las mejores galas.

La Campana de la Independencia.Todo estaba preparado para el evento, así como la gran campana, que usaban en los actos más solemnes de Filadelfia, y cuyo repique congregaba a la población en la explanada de la State House. Últimamente se empleaba de manera más esporádica que antaño, ya que los vecinos habían protestado por su molesto ruido, y es que, desde que la habían adquirido hacía unos 50 años a unos artesanos ingleses, jamás había sonado bien del todo. 

Ante las quejas recibidas por los defectos de la campana original, la factoría londinense Lester and Pack había enviado una campana ‘gemela’. A su recepción, los ciudadanos pudieron comprobar que sonaba igual de mal, así que fue conectada al reloj de la fachada. 

A pesar de su estridente tañido, la gente le tenía un considerable aprecio, más acentuado recientemente por la inscripción que contenía una cita del Levítico: “…y proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo; cada uno recobrará su propiedad, y cada cual regresará a su familia”.

Por su parte, a Benjamin su sonido le evocaba una de las pocas veces que la utilizaron en los últimos tiempos, cuando la ciudad le despedía en su partida hacia Londres a defender los intereses de las colonias ante su Parlamento. Fue una lástima que William no estuviese presente en su discurso ante la Cámara de los Comunes, cuando pronunció el alegato a favor de la retirada de la Stamp Act, y con el que consiguió que se revocase la exacción que Jorge III había instaurado en las colonias sobre los timbres, que había sembrado la discordia en los territorios de ultramar. Quizás de esa forma lo habría atraído a su causa… 

Eran las doce del mediodía, y en su mente se confundió el repiqueteo de aquel día glorioso con los toques que habían comenzado a sonar en ese momento, congregando a todos los filadelfianos en aquella histórica ocasión. Sin duda era un día de jubileo y regocijo para gran parte de los ciudadanos, a excepción los lealistas, favorables a permanecer en el Imperio Británico.

Para él tampoco era un día feliz. Llevaba años luchando con todas sus energías para que llegase aquel momento. Pero sabía que la declaración de independencia lo alejaría, quizás para siempre, de su hijo William. 

Tras su estancia en Londres, su afinidad y simpatía por la sociedad inglesa que le había acogido, y su puesto de Gobernador de Virginia, al servicio del soberano inglés, le habían convertido en un convencido monárquico, adhiriéndose a la causa de los que querían mantenerse fieles a la metrópoli. Vanos fueron los intentos de Benjamin por atraerle al bando secesionista. 

Cuando estallaron las revueltas, allá por enero, William fue objeto de arresto domiciliario. Y hacía unos quince días que había sido encarcelado en la prisión de Connecticut. No obstante, no había sufrido las dificultades y las represalias que habían padecido la mayoría de los ‘traidores’ lealistas, en parte por las gestiones realizadas por su padre. Benjamin ignoraba qué le depararía del destino a su hijo, una vez confirmada la segregación. 

El acto de lectura pública de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, el 8 de julio de 1776.Nixon terminó su parlamento, se lanzaron unas salvas, y la bandera de Betsy Ross se izó sobre el mástil de la State Hall. La euforia se apoderaba de la multitud, mientras que los congresistas se abrazaban por el éxito conseguido. 

El cielo se había cerrado nuevamente, y un rayo cayó cerca de la plaza. Benjamin Franklin sabía de sobras que la tormenta no podía faltar a su cita. Se apartó a un lado, visiblemente emocionado, no sabía muy bien si por alegría o por tremenda tristeza, mientras creía vislumbrar a lo lejos cómo una cometa tricolor surcaba los cielos, sostenida por un niño pequeño al que su padre observaba con orgullo. 




viernes, 17 de junio de 2016

El científico cuáquero y los caprichos de la fama

Jamás imaginó que su pasión por la meteorología le pudiese llevar tan lejos, hasta elaborar una teoría acerca de la esencia misma de la materia, cuando empezó a tomar los registros del tiempo en Kendal. Sobre todo porque constantemente tenía que vencer los errores causados por su deficiente vista. Para paliar tal incapacidad, se había convertido en un investigador extremadamente cuidadoso y meticuloso, y procuraba dotarse de los mejores equipos de medición.
John Dalton acudió a Buckingham Palace, invitado por Guillermo IVLe parecía bastante caprichosa la manera en que la fama suele resultar esquiva a quienes la persiguen, en tanto que a menudo, y por los motivos más insospechados, les sobreviene a aquellos que menos la buscan, o que incluso tratan de evitarla.

A John le asaltaron estos pensamientos mientras salía del taller que el escultor de moda Francis Leggatt Chantrey tenía en Eccleston Square, en el barrio de Pimlico, a escasas manzanas de su próxima escala, el palacio de Buckingham. Sus amigos habían resuelto erigir una estatua de mármol en su honor, para lo cual habían recaudado alrededor de 2.000 libras.

viernes, 3 de junio de 2016

El retiro de Tomoe Gozen, la mujer samurái

Ella era una excelente luchadora. Hija de un prestigioso samurái, había sido instruida en las técnicas de combate, como todos los familiares de los guerreros. Tradicionalmente, las mujeres de la casa aprendían a manejar con soltura la naginata, con el fin de defenderse cuando el samurái estaba ausente.
Tomoe Gozen, la increíble guerrera samurái.Su vida dependía de su capacidad de concentración. La precisión en el gesto, la simbiótica comunión de delicadeza y firmeza, el tenaz adiestramiento de cuerpo y  mente, la experiencia, y la oportuna elección del momento exacto resultaban esenciales en aquellos instantes en que se le venía encima su enemigo.

Ella era una excelente luchadora. Hija de un prestigioso samurái, había sido instruida en las técnicas de combate, como todos los familiares de los guerreros. Tradicionalmente, las mujeres de la casa aprendían a manejar con soltura la naginata, con el fin de defenderse cuando el samurái estaba ausente. 

Y es que aquella  especie de lanza terminada en una hoja curva y afilada, de largo alcance y muy versátil, permitía compensar la menor fuerza y tamaño de las féminas respecto a los intrusos masculinos, golpeándolos y acuchillándolos antes de que se pudiesen acercar con sus katanas, cuyo uso requería una potencia muscular tremenda.

En los periodos en que su padre permanecía en el hogar, ella escuchaba embelesada los relatos de sus batallas, y soñaba con convertirse en una onna bugeisha, o mujer samurái. Finalmente le persuadió para que le enseñase a montar a caballo y le entrenase en el manejo del arco, la naginata, y el kaiken. Este era un puñal corto que demostraba su utilidad en los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, y a la hora de perpetrar el jigai, o suicidio ritual, aunque confiaba no tener que utilizarlo nunca para tal propósito.

Desde un principio evidenció ser una alumna aventajada, casi perfecta, haciendo honor a su nombre, Tomoe Gozen, que significaba 'círculo perfecto'.  Dada su maestría y pericia como amazona, y por el empleo diestro de su arco o yumi, pronto comenzó a acompañarle en los combates, en los que enseguida despuntó por su valentía, como en aquella ocasión en la que batió a más de veinte rivales. Sin duda, podía presumir de su brillante y meteórica carrera militar.

Cuando ingresó en la Sangha, lo que más le costó fue desprenderse de su lanza y de su daga corta. Las únicas pertenencias que podían poseer eran tres túnicas, una cuchilla para raparse la cabeza, aguja e hilo, un cinturón y un cuenco para los alimentos. Por ello, y por si algún día se arrepentía del paso que había dado, las había escondido dentro de un tronco del bosque sagrado de Okunoin, a corta distancia del monasterio.

A menudo le gustaba comprobar que seguían allí, y pasaba un rato acariciándolas, recordando los buenos momentos de su anterior etapa, en las que constituían una extensión de su cuerpo.

Tomoe Gozen era una excelente amazona. De alguna forma, echaba de menos los tiempos de lucha junto a su amado Minamoto no Yoshinaka. Él se había fijado en ella por su soberbia forma de combatir, lo que le había llevado a nombrarla comandante de su ejército. Pero también quedó fascinado por su esbelta silueta, sus hermosas facciones, su pelo largo y por su piel blanca, de tal manera que lentamente la atracción que sentía por ella como combatiente derivó en un apasionado amor.

Habían luchado juntos en las guerras Genpei. Desde hacía décadas, los clanes Taira y Minamoto competían por el dominio del archipiélago. Al cabo del tiempo, el señor del Trono del Crisantemo había ido perdiendo su autoridad, quedando reducido a una figura simbólica, en tanto que los militares eran los que detentaban el verdadero poder imperial.

Tras un ciclo de crisis, los gobernadores de las provincias, encargados de sofocar las revueltas populares habían acaparado un enorme poder. De este modo, surgieron diversas familias que se disputaban el cargo de Daijō Daijin o Gran  Ministro de la corte del emperador, y a la sazón el control de Japón, entre las que destacaban los Taira y los Minamoto, clan al que pertenecía su esposo. 

Veinte años atrás, estas dos mismas familias habían protagonizado una guerra civil, en la que los Taira habían aplastado a los Minamoto, ejecutando a sus cabecillas. Cuando su marido Yoshinaka y su primo Yoritomo, hijos de aquellos líderes vencidos, alcanzaron la mayoría de edad y se vieron con fuerzas suficientes, resolvieron vengar a sus padres y resto de parientes fallecidos, y desafiar nuevamente al clan Taira.

Fueron derrotados en las primeras batallas, pero después de dos años de tregua por la hambruna, en los que consiguieron recabar el apoyo de otros linajes, como los Miura, los Takeda, los Kai o los Oba, la balanza comenzaba a decantarse a su favor. 

Aunque el golpe decisivo lo asestó ella, al frente del ejército de su esposo, cuando infligió una notable derrota a los Taira en el paso de Kurikara, y con la conquista de Kyoto y posterior secuestro del emperador. Tras esos triunfos, se creyeron invencibles, y determinaron que había llegado la hora de reavivar la rivalidad entre los primos por el liderazgo del clan Minamoto. A su lado acudió Imai Kanehira, hermano de Yoshinaka y magnífico guerrero, mientras que, enfrente, Yoshitune y Noriyori, también respondieron a la llamada de su hermano Yoritomo.

Tomoe Gozen, comandante del ejército de Minamoto no Yoshinaka.Las tropas de las dos facciones se encontraron en el río Uji, donde se desarrolló una cruenta guerra en la que, esta ocasión, resultaron derrotados, merced a las especiales habilidades de combate y estrategia de Yoshitune. Con las fuerzas muy mermadas, lograron huir al frente de un exiguo grupo de fieles sirvientes.

Dos días más tarde, las tropas contrarias les atraparon en Awazu, a las orillas del lago Biwa. A pesar de la inferioridad numérica, lucharon valerosamente y resistieron los embates de las huestes de sus primos, que en esta oportunidad capitaneaba Noriyori. No obstante, la victoria estaba decantada a favor del bando rival, esta vez de modo definitivo. Sólo era cuestión de tiempo.

Sin pensárselo dos veces, arreó su montura, y se dirigió hacia un claro en donde se hallaba uno de los generales enemigos. Desmontó y le propuso un combate individual. Era un luchador muy corpulento, pero ella estaba acostumbrada a pelear con samuráis de extraordinaria envergadura.

Tras los primeros lances, varios samuráis rivales se congregaron a su alrededor para presenciar la desigual pugna. Advirtió cómo uno de los más jóvenes, y que seguía la pelea con gran atención, les daba órdenes a unos soldados, que se alejaron de forma inmediata. Pensó que quizás fuese el chigo o wakashu del guerrero con quien se enfrentaba.

Tomoe había podido constatar, en sus años de onna bugeisha, que entre los samuráis, era frecuente que un soldado veterano, el nenja, adoptase a un joven aprendiz para enseñarle todo lo concerniente al arte del combate, e igualmente para adiestrarle en el ámbito amoroso.

Esta relación de wakashudo que se establecía entre ellos, de lealtad, compañía, fraternidad, camaradería, atracción y sexo, llevaba en ocasiones a que el adolescente diera su vida por su mentor en el campo de batalla. Incluso había oído decir que este vínculo también se daba entre los religiosos de los monasterios, que tenían prohibido mantener contactos con mujeres por su celibato.

Tomoe Gozen desafiando al samurái del clan Taira.Cada vez le resultaba más difícil parar las estocadas de la katana del adversario. Cerró los ojos, y la imagen de Yoshinaka al partir con su cabalgadura hacia las líneas enemigas, le dio energía para propinar un terrible golpe con su naginata, arrancando la cabeza de su oponente. 

Cortar la testa de un contrincante digno constituía un gran motivo de orgullo y reconocimiento, pero Tomoe no pensaba entonces en su gloria personal. Sin apenas descanso, el joven samurái que le había estado observando fijamente le retó a batirse con él. Aceptó, pues su misión era la de ganar tiempo y resistir todo lo que pudiese. 

El mozo era bastante diestro, aunque la afectación que le había producido la muerte de su compañero hacía que sus movimientos fuesen torpes. Tomoe le propinó un buen toque con su alabarda en la pierna. En ese instante, volvió la mirada hacia el emplazamiento donde había dejado a Yoshinaka. No pudo hacer otra cosa que abandonar el combate, aprovechando el desconcierto del corte que había asestado al rival, y montar de un salto en su caballo para llegar al lado de su amor.

Conforme a la costumbre, a la vista de la inminente derrota, y con el objeto de lavar su honor, Yoshinaka había tratado de consumar el seppuku, consistente en escribir una poesía para luego darse muerte con la daga. Ella lo sabía, y por eso intentó prolongar la batalla, para que él pudiera completar el ritual. Pero antes de que se clavase el puñal, se habían presentado los soldados enviados por aquel joven, y le habían matado de un flechazo

Ya no podía hacer nada por él. Recogió el poema, y huyó entre los combatientes, sin que alcanzaran a detenerla. Permaneció la noche entera oculta en el bosque de cedros, cipreses  y pinos, sin dormir, atenta a los sonidos y olores, hasta que se alejó el peligro. 

Vagó sin rumbo durante muchos días, pensando qué haría a partir de entonces. Al final decidió recluirse como monja en un monasterio budista. Daba por finalizada su etapa de samurái, y en adelante se consagraría a la contemplación. Así que puso rumbo al Monte de la Meditación Eterna.

En el monte santo de Koyasan encontró asilo en una de sus congregaciones femeninas. Hacía unos cuatrocientos años que el gran maestro shingon Kobo Daishi había fundado la primera comunidad budista de Kondo, y desde entonces se habían levantado decenas de templos y pagodas en aquel lugar sagrado de Danjo Garan.

El monte segrado de la Meditación Eterna, donde reposan los restos de Kobo Daishi.Habían transcurrido unos años desde que llegó a aquel recinto del monte Koya, rodeado de ocho picos a semejanza de los ocho pétalos de la flor de loto que circundan a Buda, y sentía que había experimentado un cambio profundo. Por fin había encontrado la paz, la concentración y la armonía con la naturaleza y con su propia alma. 

Sin embargo, recientemente habían sucedido una serie de acontecimientos que habían conmocionado a su congregación o sangha. En las últimas jornadas, y siempre de noche, mientras dormían, alguien se había dedicado a realizar hurtos y destrozos en los objetos del templo. Varias estatuillas, imágenes, vidyarājas, myōōs, pilares o cuadros habían resultado rotos o habían sido robados, tal vez como una manera de atemorizarlas y expulsarlas de aquel enclave.

Buda había admitido que las mujeres también fundasen congregaciones de bhikkhunis, y creía que podían alcanzar el nirvana igual que los hombres. Pero no era menos cierto que había establecido unas normas mucho más estrictas en su monacato, en un principio con el objetivo de protegerlas, habida cuenta de su aparente debilidad.

Muchos de los monjes que habitaban en los distintos monasterios del recinto eran de la misma opinión, y las consideraban como seres inferiores. No había habido problemas graves de convivencia hasta entonces, pero poco a poco la situación iba empeorando.

Aquella mañana, después de la ceremonia del fuego, había acompañado a la superiora de su comunidad a la reunión que había mantenido con el abad del santuario de Kondo, el guardián de la gran estupa Daito, el responsable del salón Mie-do del Honorable Retrato, y otros relevantes monjes. Les expusieron su padecimiento, y les solicitaron ayuda para que cesasen las intimidaciones. La respuesta que obtuvieron fue de comprensión, mas no contrajeron ningún compromiso formal.

Tomoe no se contrarió tanto como la abadesa, quizás porque durante muchos años había sobrevivido como mujer samurái en un mundo esencialmente masculino, y era consciente que poca ayuda podrían esperar de ellos. Lo que sí le inquietó fue la incómoda y penetrante mirada del acólito del abad de Kondo, que no pudo quitarse de encima el resto del día. 

El bosque santo de Okunoin.Por la noche no podía conciliar el sueño, había cientos de ideas que le rondaban por la mente, y de las que no conseguía desembarazarse, pese a su adiestramiento. Así que se dispuso a dar un paseo por el bosque santo de Okunoin, a la luz de la luna. 

Pasó el primer puente de Ichino-Hashi, y siguió la senda de Sando, que zigzagueaba entre cerezos, pinos, y cedros centenarios. Bajo los árboles, bordeando la vereda, se erigían lápidas, estupas y estatuas jizo, que se presentaban como imágenes espectrales. No obstante, no sentía miedo alguno, ya que sabía que Kobo Dashi le escoltaba desde el momento en que cruzó la pasarela, y que caminaba junto a ella, protegíéndola.

Más adelante le aguardaba el puente medio o Nakano-Hashi, para franquear el Río Dorado, y después de purificar su espíritu con sus aguas, se dirigió hacia el recinto sagrado. Atravesó el último puente de Gobyo-no-Hashi, juntó las manos y agachó la cabeza. 

Pasó al lado de Torodo, el edificio donde miles de linternas se mantenían siempre encendidas, y se encaminó hacia Gobyo, el mausoleo en el que reposaban en perpetuo satori o meditación los restos del gran Kūkai, conocido tras su muerte como Kobo Daishi, hasta la llegada del nuevo Buda. 

Estuvo meditando unos minutos, intentando abstraerse de los sonidos de la noche: los cucos, las ardillas voladoras, el crujido de las ramas de las azaleas o de los bambús enanos mecidos por el viento, el rumor de los ríos que corrían montaña abajo, o las gotas de rocío que comenzaban a posarse sobre el musgo y las piedras.

Notó que la serenidad recuperaba el control de su mente, y volvió sobre sus pasos para regresar a aquel árbol cercano al templo, en el que escondía sus bienes más preciados: su naginata, su puñal, y los postreros versos de Yoshinaka. Percibió que el espíritu de Kobo Daishi se despedía de ella, y sintió un escalofrío. 

Torodo, el santuario de Koyasan, donde miles de linternas se mantienen permanentemente encendidas.En aquel momento, vio cómo una persona se aproximaba al monasterio. Caminaba decidido, y portaba un objeto brillante, que con la claridad que proporcionaba la luna llena, Tomoe reconoció como una katana. Podría ser la misma persona que había estado provocando los daños en las últimas semanas.

Tomoe no vaciló, agarró la naginata, y se dirigió velozmente hacia la figura. Aun en la penumbra, pudo identificar aquel rostro que se había vuelto hacia ella cuando oyó su carrera. Se trataba del acólito que escoltaba al abad en su reunión de la mañana.

En un segundo, el hombre también arrancó a correr a su encuentro, blandiendo la katana en la mano. Miles de ideas fluyeron por su mente en un instante, hasta que relacionó la cojera del  sujeto con la herida que le infligió a aquel bisoño samurái en Awazu

No le había conocido por la mañana, acaso por su cabeza rapada. Mientras se aproximaba, ella siguió haciendo conjeturas acerca de del joven discípulo del samurái al que abatió, y que fue quien dio la orden de que ejecutasen a su marido antes de que pudiese completar el seppuku.

Ella se había sobrepuesto de aquella pérdida, y su espíritu había encontrado la calma durante estos años de internamiento. Pero él estaba claro que no lo había conseguido, ya que no había superado el odio hacia las mujeres, que quizás ella había originado cuando ajustició a su preceptor. Seguro que el inicio de todos aquellos destrozos coincidía con su reciente llegada al enclave de Danjo Garan. 

Ya no podía permitirse divagar más con sus pensamientos. Debía concentrarse en evitar el ataque del guerrero, que se había acercado demasiado. A diferencia de sus antiguas contiendas, en las que iba pertrechada con la pesada armadura, de hierro macizo solamente aligerada en algunas zonas con piezas de cuero, para dotarle de cierta movilidad, ahora vestía la yukata, una túnica ligera que no la protegería de la estocada del afilado sable.

Tomoe Gozen.El samurái ya se había aproximado demasiado como para poder batirlo con su alabarda. Solo le quedaba confiar en un tajo certero de su estilete. Cuando se arrojó sobre ella, sorteó el golpe con un desplazamiento sutil de su torso, en tanto que con un leve movimiento de su brazo, alcanzó el vientre del samurái.

Hacía tiempo que no libraba una batalla, y a pesar de su precisión en el lance, estaba segura de que se había abalanzado sobre ella sin intención de matarla, sino muy al contrario, esperando recibir un corte mortal. 

Él sabía que esta era la única manera en que ambos podrían descansar al fin en paz. Tomoe lo confirmó cuando aquellos ojos le brindaron una mirada de agradecimiento antes de cerrarse para siempre. Tomoe limpió su daga, y la guardó en el tronco, convencida plenamente de que, ahora sí, nunca más la necesitaría. 



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