
Desde la cúspide de la torre divisaba la extensa superficie que ocupaba la megalópolis, seccionada en tres zonas por la gran avenida de las procesiones y por el río Éufrates. También percibía el bullicio de la gente, que acumulaba ya diez días de juergas y excesos.
Tradicionalmente, al comienzo del mes de Nissanu, a partir de la primera luna nueva tras el equinoccio de primavera, se conmemoraba el Akitu o festival del Año Nuevo. La población, eminentemente agrícola, celebraba el término de la siega de la cebada, y se preparaba para afrontar la siguiente siembra.
Los festejos de Babilonia eran, con diferencia, los más espectaculares y famosos de cuantos tenían lugar en Mesopotamia, por lo que solían acudir numerosos visitantes.
Se sentía orgulloso del cambio experimentado por la ciudad, ya que él era el principal responsable de que hubiese recuperado el prestigio perdido hacía más de mil años. Por ello, no acababa de entender por qué los últimos augurios apuntaban en su contra.

Luchando en aquella batalla recibió la noticia del fallecimiento del monarca, y su consiguiente ascenso al trono de Babilonia, como hijo primogénito. Su primer objetivo fue afianzar las fronteras, tarea harto difícil en un territorio tan disputado.
Durante su mandato, y dada su supremacía militar, casi no tuvo que guerrear, salvo en un par de ocasiones con Tiro y con el reino de Judea. Egipto quedaba lo suficientemente lejos para constituir una amenaza, y en lo que concernía al Imperio medo, selló tratados con él para repartirse los restos del Imperio asirio que su padre había destruido.
Su matrimonio con la bella Amytis, hija del rey medo Ciáxares, fue fruto de uno de estos pactos. Entre ellos floreció una maravillosa relación de amor, de la que habían nacido varios retoños.
No obstante, ella nunca había dejado de añorar los verdes prados y las hermosas montañas que rodeaban su patria natal, Ecbatana, capital de la Media. Mesopotamia era aún más fértil, pero debía reconocer que la ausencia de accidentes geográficos hacía del valle de los dos caudalosos ríos una región aburrida y monótona.

Se componían de una serie de terrazas escalonadas, a distintos niveles, que caían hasta las márgenes del Éufrates, y en los que había sembrado multitud de especies vegetales diferentes, muchas de ellas traídas del país de su esposa.
El acceso a aquella destacable obra de ingeniería hidráulica estaba prohibido para el pueblo, el cual solo podía contemplarla desde la orilla opuesta del río y, si acaso, conformarse con escuchar el crujido de los pistachos al abrirse, lo que significaba para ellos un símbolo de buena fortuna.
Dado su carácter melancólico, Amytis no disfrutaba demasiado de los ritos de Año Nuevo. Apenas si salía del palacio durante su celebración, y le acompañaba solo en las ceremonias en las que la presencia de la reina era inexcusable.
Esta vez ni siquiera participó en el desfile. Decía que estaba enferma, y no abandonó las dependencias reales. Sin embargo, Nabuconodosor tenía la plena convicción de que se trataba de una excusa.

También su escolta personal se había sentido indispuesto. Su sustituto, un débil soldado parto, que no pronunciaba palabra, y del que solamente podía distinguir sus pupilas marrones, que asomaban tímidamente tras el yelmo que en todo instante portaba en la cabeza, no le merecía la más mínima confianza.
Cumplidos los 55 años, y con 30 años de reinado a sus espaldas, su progresiva decadencia física alentaba la oposición a su gobierno y las intrigas para relevarle, antes de que abdicase en su hijo.
Por un lado, estaban los sacerdotes del culto de Shamash, adversarios de los seguidores del dios Marduk, indiscutible patrón de Babilonia hasta la fecha, y del que él era su máximo defensor.
Igualmente tenía enfrente a los afines al régimen de Persia, una pujante potencia limítrofe, que experimentaba un notable auge por la instalación de canalizaciones subterráneas para el riego, que habían relanzado su economía.

Y no debía olvidar a los judíos cautivos. Al principio de su reinado había invadido su país, instaurado a Sedecías en su trono, y deportando a los enemigos más peligrosos. Mas el rey títere no tardó en asociarse con Egipto y Tiro, y sublevarse contra su autoridad.
No le quedó otro remedio que asediar Jerusalén. Resistió año y medio el cerco, hasta que finalmente se rindió. Esta vez arrasó la ciudad, incendió el templo de Salomón, y deportó a más de tres mil israelitas, entre personajes influyentes y artesanos. Estos le resultarían muy útiles para acometer todas las obras previstas, que transformarían la modesta Babilonia en la meritoria capital de un vasto imperio.
Construyó innumerables santuarios, reforzó las murallas, proyectó un puente sólido que conectase las dos orillas del río, amplió la red de canales, levantó diversos palacios y alzó aquel fenomenal zigurat, en el que ahora se dirimía su futuro.
Y no menos importante fue el impulso de la actividad social, religiosa e intelectual. Babilonia se había erigido en el centro cultural del mundo, y a ella afluían los mejores matemáticos, astrónomos, literatos, médicos, legisladores, arquitectos y maestros, así como los más afamados astrólogos y adivinos.

Conforme a las tablillas de arcilla en las que se recogía todo el saber desde tiempos inmemoriales, tal circunstancia constituía un presagio terrible. Según la maldición de Manishtushu, si el animal sacrificado mostraba dos deformidades en su hígado, el monarca moriría y el reino se dividiría.
Procuró pasar por alto el incidente y dar por inaugurados los festivales del Año Nuevo, puesto que eran escasas las personas que conocían la profecía. Nabuconodosor temía que aquel secreto se propagara rápidamente, y que la población comenzara a temer que la mala suerte se extendiese sobre ellos en el año entrante.
Como habían determinado algunos de sus antecesores en casos similares, podía abdicar de forma transitoria, y evitar el infausto hado, pero sería difícil encontrar un voluntario para portar la corona temporalmente, a sabiendas de que su ambición le costaría la vida en breve.
Los tres primeros días, los sacerdotes del santuario de Marduk entonaron ininterrumpidamente el ‘secreto de la Esagila’, compuesto por las habituales oraciones en las que se suplicaba al dios indulgencia por las ofensas cometidas, y protección para la ciudad.

Entre tanto, los fieles más jóvenes forcejeaban por situarse cerca de la imagen dorada de Mushushu, el dragón con piel de escamas, patas delanteras de león y traseras de águila, fina cola y lengua de serpiente, que era el compañero inseparable y símbolo del dios Marduk.
Al anochecer del cuarto día tuvo lugar la excitante lectura del Enûma Elish, la leyenda que narraba el nacimiento de los dioses, la creación del universo, y la génesis de los seres humanos sobre la tierra.
Esa noche era quizás la más tranquila, porque la gente regresaba a sus hogares estremecida por la interpretación del épico relato, y porque tenía en mente levantarse temprano para coger un buen sitio desde el que ver la procesión.
Él dormiría en el palacio de verano, al norte de la ciudad, aunque dentro del perímetro amurallado. De madrugada se congregaron delante de palacete los miembros de la corte, los sacerdotes y dos batallones de soldados. Echó de menos la compañía de su mujer, torpemente sustituida por aquel huraño guardián, que se había convertido en su sombra durante aquellas jornadas.

El azul brillante del fondo de lapislázuli contrastaba con el tono rojizo de las edificaciones de adobe que la rodeaban, y las figuras cinceladas en la fachada de dragones, leones, toros y otras criaturas sagradas, ordenados en hileras, resultaban impresionantes. Una cenefa con grandes flores semejantes a margaritas contorneaba la zona inferior, el arco y las torres, en tanto que dos esfinges vigilaban el paso a través del vano.
Al igual que las otras ocho puertas monumentales que se abrían en la doble muralla, a excepción de la del Rey, estaba consagrada a una divinidad. En este caso, Nabuconodosor dispuso que fuera la diosa Ishtar, la señora de la Luna y las estrellas, del amor, la belleza y la fertilidad, quien diese nombre al fabuloso pórtico.
Tras franquear la puerta, desfiló por la amplia arteria que corría paralela al río, y que separaba del resto de la ciudad el palacio real, los jardines colgantes y los principales santuarios. La muchedumbre que se agolpaba a ambos lados de la calzada escasamente dejaba entrever el extraordinario friso de amenazantes leones, unos lisos y otros en relieve, emblemas de Ishtar, que había encargado a los ingenieros para adornar la gran vía.

Le despojaron del cetro, la corona, las joyas, las armas y de parte de su ropa. El supremo sacerdote le agarró de las orejas y le arrastró hasta la imagen de Marduk. Él se postró ante la estatua, e imploró el perdón divino. Debía acompañar las plegarias con una lista de promesas de lo que haría el próximo año en favor de su nación, y jurar que se ocuparía eficientemente de sus obligaciones para con los ciudadanos, poniendo al dios por testigo de sus compromisos políticos.
Entonces se procedía a la ‘humillación’. El sumo sacerdote, personificando a Marduk, se le acercó y le comenzó a abofetear en el rostro, con la palma abierta y de forma enérgica, hasta que le hizo llorar. Era imprescindible que prorrumpiera en un llanto desconsolado, para que el dios diera cumplida cuenta de su tremenda aflicción, y le absolviera.
Cuanto mayor fuese el flujo de las lágrimas mejilla abajo, más convencido quedaría Marduk de su idoneidad para continuar ostentando el cetro, y mayor sería la prosperidad que aguardaría en el año entrante al monarca y a sus súbditos.

En mitad de la mortificación, notó cómo su escolta, que no había presenciado nunca antes el rito, estuvo a punto de salir en su defensa, lanza en mano. Afortunadamente, pudo contenerle antes de que cometiese alguna imprudencia.
En las jornadas posteriores se llevó a cabo la representación de la epopeya del dios Marduk, efectuándose con las tallas de los diferentes dioses, que habían ido llegando a Babilonia a lo largo de la semana, transportadas en barcas a través del Éufrates.
Recorrían así el camino inverso al que tomaron cuando el ejército asirio de Senaquerib conquistó Babilonia, y el pueblo las puso a salvo acarreándolas río abajo a otras ciudades del reino, como Nippur, Uruk, Kish y Eridu.
Al desembarcarlos, las comitivas de cada uno de los ídolos peregrinaban por la vía procesional hasta la Casa de Marduk, mientras miles de acólitos entonaban alegres letanías y brindaban con cerveza a su paso.
El público disfrutaba mucho de la actuación, en la que el dios Marduk era raptado por Tiamat, diosa del mar. Los otros dioses, comandados por Nabu, el hijo de Marduk, luchaban con valentía para liberarle de las fuerzas malignas, hasta que lo rescataban del caos y le restauraban en su majestad, determinando además su preeminencia sobre el resto de los dioses.

Tras el triunfo y puesta en libertad de Marduk, las estatuas fueron trasladadas a la Ubshu-Ukkina o Sala del Destino de la Esagila. Allí, Nabuconodosor les solicitó que les concediesen un año más de fecundas cosechas, y dio orden de que comenzasen las libaciones.
Los dioses, dispuestos formando un corro, deliberaban durante un día, al término del cual eran transportados hasta la ‘Bit Akitu’ o casa del Akitu, en la que celebraban un banquete alrededor de una mesa enorme, en señal de su complacencia acerca de la petición el rey.
Hoy, décima jornada del Akitu, el acto central se ejecutaría en aquella atalaya desde la que podía contemplar, quizás por última ocasión, su ciudad. Por todo el imperio se habían construido infinidad de zigurats erigidos en honor de Marduk y otras deidades, pero Nabuconodosor quiso que la Torre de Babilonia se elevase por encima de las demás.
En la denominada Etemenanki o ‘Casa del Cielo y de la Tierra’ trabajaron numerosos artistas provenientes de todos los confines del imperio, así como gran parte de los judíos deportados.

Él culminó la edificación iniciada por su padre, construyendo las plantas superiores de la pirámide escalonada, y rematándola con la capilla de Ishtar, revestida de ladrillos esmaltados celestes, que se confundían con el mismo firmamento.
Era una estancia sin apenas mobiliario, excepto el amplio lecho en el que se consumaba el matrimonio sagrado entre Marduk e Ishtar, encarnados en la persona del soberano y de una doncella escogida entre las mujeres del país.
Esta ceremonia, que propiciaría la llegada de la primavera y el renacimiento de la vida, suponía el punto álgido del Akitu. Debía practicarse justo en el instante en que la diosa Luna emergiera sobre el horizonte. De lo contrario, grandes calamidades acecharían al reino y a su titular.
Faltando muy pocos minutos para el comienzo del ritual, la joven elegida apareció asesinada en la antecámara. Habida cuenta de que en la torre no había más mujeres, no quedaba tiempo suficiente para descender los ocho enormes tramos de escaleras, encontrar una hieródula suplente, y volver a subir con ella hasta la cámara nupcial.
Al despuntar el sol la mañana siguiente, los dioses regresarían a la Sala de los Destinos. Las autoridades religiosas y el pueblo entero, cuando se enterasen de que no había consumado el rito de la fertilidad, pedirían su cabeza, con el objeto de paliar los funestos vaticinios que ello pudiera comportar.

Los magos, el embajador persa, el patriarca judío, e incluso él mismo, no dieron crédito cuando, en el momento antes de asomar la luna, su escolta se desprendió de su armadura y yelmo.
Se preguntaba cómo era posible que no hubiese reconocido aquellos ojos castaños que le escrutaban bajo el casco. Amytis lucía un delicado vestido de seda de sacerdotisa de Ishtar, y se hallaba preparada para afrontar con éxito el ritual.
Nabuconodosor no cabía de gozo, no tanto por haber logrado prorrogar un año más su mandato, sino porque mirándola a los ojos, pudo intuir que su esposa por fin había recuperado la felicidad que un buen día dejó aparcada en las lejanas montañas de Ecbatana.

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