viernes, 20 de abril de 2018

Gertrude Bell, la Khatun que dibujaba fronteras en el desierto

Gertrude Bell, la reina del desierto, y Lawrence de Arabia, son convocados por Winston Churchill a la Conferencia secreta de El Cairo, donde se va a decidir el destino de Oriente Medio.
Gertrude Bell, la Khatun que dibujaba fronteras en el desierto Nunca se había fijado en su hermoso pelo rubio, oculto habitualmente por la kufiyya.

Soñaba plácidamente, como imaginaba que debían adormecerse los enamorados bajo la tibia luna del desierto. Ella, sin embargo, permaneció despierta la noche entera. 

Hoy tendría lugar la jornada de clausura, y todavía no encajaban todas las piezas del puzle, un rompecabezas imposible que le habían encomendado a ella, la Kathun, la gran dama, la única capaz de resolverlo. 

Yacimiento de Karkemish, donde trabajaba como arqueólogo Lawrence de ArabiaLawrence tampoco confiaba plenamente en el resultado de su trabajo. Pese a que sus encuentros habían sido esporádicos en estos diez intensos años, se profesaban un mutuo aprecio que les permitía compartir sus inquietudes con franqueza.

Recordaba la mañana en que le conoció en su visita al yacimiento hitita de Karkemish, a orillas del Éufrates. Gertrude enseguida se dio cuenta de la inexperiencia del joven arqueólogo de veintitrés años y de su compañero, Reginald Campbell.

Lawrence parecía un chico apuesto, simpático y, sobre todo, inteligente, ya que también advirtió su disimulada desaprobación de los métodos que empleaban en la excavación. Durante su breve estancia, se desvivió para que se sintiese a gusto, y desistiese de denunciarles.

Gertrude Bell y Lawrence de Arabia, dos importantes figuras en la historia de Oriente Medio Pronto congeniaron, y bajo la luz de aquellos magníficos atardeceres, en el porche de su tienda, mantuvieron animadas conversaciones tomando el en su lujosa vajilla de porcelana. 

Gertrude podía haberse plegado a la comodidad, y utilizar un atuendo más apropiado para el ambiente que le rodeaba. Incluso si se hubiese ceñido unos pantalones como un hombre, habría evitado algún que otro contratiempo. Pero no quería renunciar a sus modales y a su elegancia,  aunque tuviera que acarrear un abundante sobreequipaje.

Salvo cuando realizó una travesía en solitario de más de mil quinientos kilómetros por el desierto de Arabia, normalmente viajaba con dos guías, varios camelleros, un cocinero, su inestimable ayudante Fattuh, y una decena de camellos adicionales en los que transportaba sus vestidos, sus sombreros, las cámaras y los carretes, su vajilla, los cubiertos de plata y su bañera portátil.

Gertrude, de picnic con unos nativos Le divertía observar las sorprendidas caras de los beduinos al verle aparecer engalanada como si fuera a asistir a una ópera en París, jugando con un exotismo que provocaba una irresistible seducción en los jefes tribales. La fama de la ‘hija del desierto’ se extendió como la pólvora, y los jeques se desvivían por agasajarla en sus jaimas, como si fuera un distinguido varón.

Ella reconoció inmediatamente en el muchacho de tez pálida su misma valentía y temeridad. Gertrude buscaba un sentido a su vida, y  después de varios años de vagar por Oriente Medio, persiguiendo nuevas ruinas que clasificar y fotografiar con su Kodak, empezaba a sospechar que no iba a descubrirlo en la arqueología.

Después de aquel encuentro fortuito, que no dio para más por la diferencia de edad entre ambos, porque su corazón seguía roto en pedazos, y porque Lawrence era un espíritu libre, Gertrude comenzó a despreocuparse de los vestigios históricos para centrarse en la investigación social. 

La Khatun, luciendo un espléndido vestido en medio del desierto El espíritu de aquellos clanes errantes le subyugaba. Ella les escudriñaba con la esperanza de hallar la forma de desprenderse de su rígida educación, de la que se sentía orgullosa y que a la vez le esclavizaba, y que le había impedido ser feliz. Pensaba que todo habría sido distinto si se hubiese rebelado frente a su padre, cuando este le prohibió que se casase con Henry Cadogan

Gertrude regresó a Inglaterra, para intentar conseguir lo que mediante su prolija correspondencia desde Irán no había logrado, y convencer cara a cara a su padre, Hugh Bell, heredero de la sexta mayor fortuna de Gran Bretaña, amasada en la siderurgia Bell Brothers Ironsworks de su abuelo Isaac, e incrementada con la empresa de ferrocarriles North Eastern Railway, que tenía una parada en el jardín de casa.

Hugh Bell no entendió que Henry, secretario de la embajada británica en Persia, y empedernido jugador, no la deseaba por su dinero, sino por su sonrisa, sus rizos pelirrojos, su vitalidad y su erudición. 

Foto del centro de Londres, a finales del siglo XIX Justo lo contrario que aquellos insulsos pretendientes que la rondaban en su juventud, para soterrarla dentro de la encorsetada sociedad victoriana. A Gertrude no le quedó otra opción que poner distancia de por medio, y viajar hasta Teherán, donde su tío Frank ejercía de embajador. 

Ni siquiera encontró consuelo en Florence. Pensó que la segunda esposa de su padre, que le contaba maravillosos cuentos árabes en su infancia, para que su mente se distrajera y se olvidase de su verdadera madre, fallecida por neumonía cuando tenía tres años, iba a refrendar su pasión por aquel encantador joven. 

Un par de meses después, sin haber obtenido el consentimiento a su relación, y resignada por esa estúpida moral de la que no podía desembarazarse, le llegó la fatídica carta.

Expedición alpina de principios del siglo XX Un trágico accidente había cercenado para siempre cualquier posibilidad de volver a cabalgar entre las dunas con su amor, de pasear entre mezquitas decoradas con bellos mosaicos, o de besarse a escondidas en jardines de ensueño.

Sumida en una infinita tristeza, completó dos vueltas al mundo, gracias a la financiación de su padre, y por encargo de la Real Sociedad Geográfica de Londres, antes de que cualquier mujer fuese admitida formalmente en la misma.

Atravesó parajes ignotos, aprendiendo múltiples lenguas como el italiano, el hindi, el alemán o el japonés, y escaló las cumbres más altas de las Montañas Rocosas y de los Alpes. Pero incluso durante las cincuenta horas que estuvo suspendida del extremo de una cuerda en plena tormenta, y en mitad de aquellos parajes tan desolados, no dejó de revivir el recuerdo imborrable de Henry.

Desierto de El Nefud Comprendió entonces que solo el silencio del desierto acallaría los gritos de su alma, que solamente el sol abrasador de El Nefud quemaría su amargura, que únicamente las fuertes ráfagas del naf hat se llevarían consigo su pena.

En el transcurso de varios años, recorrió toda la región. No quedó una tribu nómada sin visitar, ni un oasis por explorar. A los idiomas que ya conocía, añadió el farsi, el hebreo, el árabe y el turco, por lo que pudo comunicarse sin problemas ni intermediarios con los jeques, los guerreros, los pastores o los imanes, con la misma naturalidad que cuando trataba con los reyes, presidentes o diplomáticos más influyentes del mundo occidental.

Esto le convertía en una persona tremendamente valiosa para el Gobierno de su país, además de para los habitantes de aquellas tierras, a los que había fascinado con su carácter.

Foto de Winston Churchill en 1921 En la gran encrucijada de la historia en la que andaba inmersa la zona, ella era la única que tenía en su mano todos los datos, que plasmaba en clarividentes informes políticos basados en sus percepciones. 

Por ello Churchill había reclamado su presencia en la Conferencia de El Cairo, en la que debían esclarecer la situación de la región. A sus cincuenta y tres años, se sentía halagada porque no contaban con ella como un participante más, sino como la figura principal, aunque ello significaba un enorme responsabilidad.

Le recordaba a su juventud, cuando asistía a la Universidad de Oxford rodeada de hombres. En  dos años completó los tres cursos de Historia contemporánea, y se convirtió en la primera mujer en graduarse en dicha carrera con honores de primera clase, si bien no le otorgaron ningún título, por su condición femenina. 

Promoción de graduados en Oxford Su padre, al que tanto amaba y respetaba, le recomendó que se casara, pero ella no encontró un hombre a su altura dentro de aquel círculo de caballeros insustanciales que le cortejaban.

Y cuando finalmente lo halló, no pudo desposarse con él. No le reprochaba nada, sino a sí misma, por haber carecido en aquella época de la obstinación necesaria para imponer su voluntad

Lawrence se removió. Por la ventana del hotel vio las luces del primer alba reflejadas en los edificios de la ribera izquierda del Nilo y en los barcos que cruzaban el río. Le echó una manta por encima, y volvió al escritorio, cubierto por entero de planos y documentos.

Encima del montón estaba el mapa que expondría ante la comisión aquella mañana. Era el fruto del trabajo de la última quincena, y también de los últimos años. Un resultado en el que pesaba por igual su experiencia y los acuerdos secretos negociados entre las distintas partes interesadas.

Mapa de Oriente Medio tras la Primera Guerra Mundial Al norte, una línea roja determinaba el Estado de Siria y la franja de El Líbano, asignadas a Francia por el Tratado de Sykes-Picot. Hacía un año que el príncipe Fáysal ibn Husáyn había ocupado el país y establecido allí su reino. Pero Francia se apresuró a enviar ochenta mil soldados para recuperar el control sobre el país.

Churchill, como Ministro de Colonias, prefería ceder en este punto. Gertrude ya les había indicado que se trataba de un auténtico polvorín ingobernable. En aquel pequeño y abrupto territorio convivían musulmanes y cristianos, suníes y chiitas, árabes, kurdos y los temibles drusos, por lo que constituía un regalo envenado para los aliados galos, según había expuesto ella en su dosier acerca de Siria. 

Husayn Ibn Ali, jerife de la Meca En el centro, el invento de la Trans Jordania, un reino nuevo para el príncipe Abd Allah, hermano de Fáyisal, e hijo de Husayn ibn Ali, jerife de la Meca. Un extenso erial, prácticamente inhabitado, pero que servía para complacer al guardián de los santos lugares del Islam. De hecho, diez días antes del comienzo de la Conferencia, Abd Allah había invadido Ammán, con el objetivo de presionar sobre su decisión. 

Esta aristocrática familia de los hachemíes, que se debatía entre el apoyo al Imperio turco por sus convicciones religiosas, y el rechazo a su dominio, que derivó en la retención del propio jerife durante dieciocho años en Estambul, se había decantado por respaldar al bando aliado, e iniciar una revuelta en 1916.

Inglaterra les había ofrecido como contraprestación la creación de un gran estado árabe bajo su mando, desde Alepo hasta Adén, mientras que al mismo tiempo pactaba con franceses y judíos un reparto distinto

Antes de que se produjese una insurrección contra el Reino Unido, la salida más factible era la de asegurar un trono para cada uno de los herederos de Husayn. Así que aquel terreno al este del Jordán le correspondería al hijo menor, del que Gertrude guardaba una favorable opinión.

Reunión de beduinos En cuanto al resto del protectorado de Palestina, al oeste del Jordán, el tema resultaba ciertamente difícil de abordar. La colonización de las tierras por parte de los judíos crecía día a día, y los conflictos iban en aumento. Un territorio prometido de forma separada a musulmanes y hebreos, quedaba provisionalmente bajo la supervisión de Gran Bretaña.

Más al sur, por debajo de una línea trazada sobre las dunas, el reino de Arabia, adjudicado a Husayn bin Ali de Hiyaz y su primogénito Ali, en detrimento de las casas de Bin Rashid y Bin Saúd

Cuando Gertrude visitó el emirato central de Yabal Shammar, en cuya capital, la ciudad prohibida de Haíl, estuvo encarcelada un par de meses, ya entrevió la decadencia de la monarquía de Bin Rashid en sus charlas con las mujeres del harén del rey, por lo que quedó descartado de la candidatura. 

Gertrude Bell, en segundo plano En cuanto al sultanato oriental de Nechd, que había explorado con menor detenimiento, recelaba del integrismo de su líder, el emir Abdulaziz bin Saúd, y de sus fanáticos seguidores, los wahhabíes, lo que también les descartaba para otorgarles el control de la región. 

Faltaba por configurar Iraq, lugar en el que residía actualmente, y en el que se encontraba muy cómoda. Allí elaboró un año antes su informe acerca de la situación de la Administración Civil en Mesopotamia, que le solicitaron desde Londres, una vez que los chiitas de Basora comenzaron sus altercados

Lástima que, el pasado diciembre, en ambas cámaras del Parlamento londinense pusieran más énfasis en el sexo de su redactor que en las certeras reflexiones que en él había vertido.

Conferencia de París, que culminó en el Tratado de Versalles No obstante, sus advertencias no cayeron saco roto, como tampoco las que expresó en la Conferencia de París, al término de la guerra mundial, y en la que ella y la Reina Marie de Rumanía eran las dos únicas participantes de su género. 

La declaración final del Tratado de Versalles, por el cual las potencias ganadoras se repartieron el mundo, desilusionó sobremanera a Lawrence, que había acudido en su doble papel de delegado inglés y miembro de la representación árabe encabezada por Fáysal. Todos los acuerdos previos, realizadas a los musulmanes, quedaron sin efecto alguno.

En los dos años posteriores a la Conferencia, Lawrence se retiró a Oxford a escribir artículos y un libro autobiográfico, huyendo de la fama que le perseguía. El reportero norteamericano Lowell Thomas le había acompañado durante la Rebelión Árabe, y había difundido  mundialmente sus heroicas gestas, propagando el mito de Lawrence de Arabia. Él detestaba dicha imagen, pues consideraba que había fallado a sus amigos, y solamente el anuncio de aquella reunión en El Cairo le sacó de su reclusión.

Gertrude Bell, entre Lawrence de Arabia y Winston Churchill, frente a las pirámides de Gizeh Casi al unísono, varios muecines rasgaron el silencio de la madrugada. Se acercó a la salita, y descorrió las cortinas, para que Lawrence se despertase. La sesión final estaba señalada bastante temprano, por lo que pidió que les subieran el desayuno a la habitación.

Preveía una jornada intensa, como la anterior, en la que, tras toda la mañana de discusiones en los comités, los asamblearios habían salido a las afueras de la ciudad para visitar las pirámides de Keops, Kefrén y Micerino. Sonrió al recordar el leve incidente de Churchill cuando se cayó del camello, bien por la falta de práctica, o quizás por el exceso de coñac. A Hugh Bell también le costó contener la risa.

Nada más conocer la convocatoria a la Convención de El Cairo, Gertrude escribió a su padre para que se animase a viajar hasta la ciudad egipcia. Hacía más de un año que no le veía, y ella sabía que no podía resistirse a sus peticiones, especialmente desde la muerte de Henry. 

Hugh Bell costeaba económicamente sus expediciones y su alto nivel de vida, mientras que su madre se encargaba de enviarle la ropa más actual. De hecho, cuando Gertrude se volvió a enamorar, esta vez de un hombre casado, el vicecónsul británico en Konya, sus padres no pusieron impedimiento alguno. 

Gertrude y su padre, el empresario Hugh Bell Entonces no fue la cerrazón de sus progenitores la que acabó con su amor, sino una bala en el pecho del Mayor Charles Doughty-Wylie en la batalla de Galípoli. Gertrude se juró que no habría una tercera oportunidad.  

A diferencia de la primera vez, en que vagó sin rumbo por medio planeta, y para evitar recaer en una profunda depresión, en este caso optó por desplegar una frenética actividad política, que hoy concluía en la clausura de aquella convención. 

Aceptó sin reservas el cargo  que le ofreció el presidente Lloyd George como secretaria para asuntos orientales del Alto Comisionado Británico en El Cairo, y posteriormente en Bagdad, a las órdenes de Percy Cox. Fue la primera mujer en incorporarse el Servicio de Inteligencia del Gobierno de Su Majestad. 

Esperaba que su propuesta para Mesopotamia fuera admitida, ya que había resultado muy complicado trazar las líneas que delimitaban las fronteras del nuevo país de Iraq.  

Al norte estaba la zona de los kurdos, unos musulmanes que no eran de raza árabe. Repartido entre las fronteras de Turquía, Siria, Iraq e Irán, aquel pueblo guerrero se había quedado sin un Estado independiente. Este había sido el punto que les había mantenido a Lawrence y a ella levantados hasta altas horas de la noche. 

Pozos petrolíferos en Mesopotamia Lamentaba que no pudieran tener su propio país, pero era crucial para Gran Bretaña y los Estados Unidos que los campos petrolíferos estuviesen bajo el dominio de un solo reino, con capital en Bagdad. 

Los dirigentes de la metrópoli consideraban imprescindible controlar Arabia y Mesopotamia, grandes productores de la emergente fuente de energía, que en poco tiempo se había convertido en el principal combustible de su armada y de los automóviles, que poco a poco iban colonizando los caminos de medio mundo.

En el sur, alrededor en Basora, las tribus shiies, de un islamismo más radicalizado, y próximas al territorio de Bin Saúd, no aceptaron de buen grado el protectorado británico tras la victoria de las tropas contra el Imperio turco y el desmantelamiento de su administración. 

Calle de Bagdad, de la década de 1920-30 Desde entonces, las fuerzas insurgentes del empobrecido sur habían ocasionado numerosas bajas, así como un terrible gasto militar, que conllevaba una molesta alza de los impuestos para los ciudadanos de las Islas, con el consiguiente malestar de la opinión pública frente al Gobierno. 

En el centro del país se asentaban los suníes, menos fundamentalistas y más occidentalizados. Esta minoría de nobles, comerciantes, terratenientes, artesanos, funcionarios, políticos y eclesiásticos, instruidos y afectos al progreso, detentarían el poder y harían de contrapunto a los dos extremos del heterogéneo Estado. 

Los límites diseñados no se ajustaban a los territorios tribales, ni a las diferencias religiosas, ni a las distintas etnias, sino a las conveniencias de las grandes potencias. No obstante, Gertrude creía que la estrategia de integrar todos aquellos pueblos dentro de las líneas trazadas les proporcionaría mayor prosperidad que si formaban pequeñas y frágiles naciones. 

E igualmente confiaba en que la población de Mesopotamia aceptase a Fáysal como soberano, en un plebiscito que habría de celebrarse en unos meses. Fáysal, íntimo amigo de Lawrence, contaba con innumerables ventajas respecto a los candidatos locales. Era suní, descendiente directo de la tribu Quraysh, la del profeta Mahoma, y además, era una persona fácilmente manipulable por los británicos. 

El príncipe Fáysal Lawrence apostaba por que sería un buen gobernante. Luchando juntos contra los turcos, habían compartido cientos de misiones, atacado caravanas, saboteado trenes, peleado por pozos de agua y reconquistado gran parte del territorio, hasta entrar en Damasco. 

Precisamente fue Fáysal quien convenció a Lawrence para que adoptase la vestimenta árabe, esa blanca túnica que lucía hoy también.

Su amigo se despidió de ella, y quedó sola en la habitación. Miró el reloj, y se dio cuenta de que iba a llegar tarde. Se enfundó el primer vestido que encontró, se retocó el maquillaje y se recolocó su sombrero de plumas, para dirigirse rápidamente hacia el salón de la primera planta del Semiramis.

Los cuarenta ladrones y Gertrude Bell, a la salida de la Conferencia de El Cairo de 1921 Abajo, Churchill y los otros treinta y nueve delegados y altos funcionarios invitados a la cumbre secreta, a los que Winston denominaba ‘los cuarenta ladrones’, no sin cierta razón, aguardaban pacientemente a la mujer más poderosa del Imperio británico. 

Tras concluir la reunión, bastante tensa en ciertos instantes, Gertrude respiró profundamente. Habían aceptado finalmente sus propuestas. Ahora faltaba la ardua tarea de convencer a los iraquíes de que las decisiones tomadas eran las que más les convenían, y de que Fáysal sería el rey que debía comandar los designios de su patria recién estrenada.

Cuando pasara todo esto, y pudiese soltar las riendas del país en manos del monarca, quizás habría llegado el momento de que la Kathun, la gran reina, como la llamaban los suníes, kurdos y shiitas, regresara a cabalgar nuevamente por el desierto. 

Se veía sentada bajo los palmerales de Al-Zawraa, releyendo los versos de Hafez, el insigne poeta persa que había traducido en su juventud, mientras las bandadas de garzas reales cruzaban el cielo.

Gertrude Bell, ensimismada pensando en su mala fortuna en el amor Un idílico espejismo que se diluía rápidamente cuando el viento, el sol, las nubes y las estrellas, bajaban a preguntarle si contaban con su permiso para cruzar más allá de sus imaginarias líneas

Sabía que había hecho lo que debía, y sin embargo, viendo cómo Lawrence se alejaba paseando por la orilla del Nilo, se preguntó si alguna vez se atrevería a disfrutar del inconfesable anhelo de no hacer lo correcto.



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y...


viernes, 6 de abril de 2018

Coney Island y la plácida manera de ascender al paraíso

Jesse Reno ha elegido Coney Island como lugar para probar su gran invención. Aquella zona de recreo para los neoyorquinos se halla en un gran proceso de expansión, y grandes parques de atracciones tienen prevista su apertura en breve.
Jesse Reno, un magnífico inventor estadounidense de finales del siglo XIXEra su último día en aquel edén, y confiaba en que nada se torciese a última hora.

Un ejército de gaviotas sobrevolaba Coney Island, esperando la oportunidad de reconquistar la playa una noche más, cuando los turistas se replegaran, con los bolsillos vacíos pero el ánimo renovado, listos para retomar su rutina al día siguiente.

Hombres con los trajes arrugados, señoras con los tocados descompuestos, y niños con las manos embadurnadas de una mezcla de arena y azúcar, abarrotaban los vapores, carruajes y trenes, que comenzaban a devolver a aquella multitud a sus hogares

Una de las primeras locomotoras eléctricas de la historiaEl estridente sonido de los silbatos de los factores le transportaba unos años atrás, antes de trasladarse a Nueva York a probar fortuna, tras concluir su carrera de Ingeniería, cuando se empleó en la Thomson-Houston Electric Company.

Con ella participó en la instalación de la primera línea eléctrica de ferrocarril en los estados sureños. Tenía claro que los nuevos motores sustituirían a los diésel y a las turbinas de gas, a pesar del elevado coste en infraestructuras que el cambio de energía requería.

Todo era cuestión de saber encontrar el momento, el lugar y el procedimiento más idóneos para persuadir a inversores y usuarios de las ventajas de las innovaciones que se ponían a su alcance. Y eso es lo que él había conseguido durante las dos últimas semanas.

Costa de Coney Island, abarrotada de turistasNo podría haber elegido un emplazamiento mejor para difundir su invención. Además, el gran éxito cosechado no se debía solamente a que era una de las escasas diversiones que se ofrecían de forma gratuita en aquel olimpo del entretenimiento.

Cientos, o quizás miles de personas, le rodearon el día de la inauguración, en el acceso al Iron Pier, el muelle de hierro, expectantes y a la vez temerosos. Él fue el primero en montar, pero nadie se atrevía a seguirle.

Jesse ya estaba sobre aviso, así que había contratado a un policía y a una valerosa dama para que efectuasen una demostración. Verificada la seguridad de la instalación de manera más convincente para la audiencia, en pocos segundos el público se abalanzó ávidamente sobre ella.

Coney Island, el paraíso del entretenimientoLe habría gustado compartir con Nathan Ames aquellos felices instantes, y que pudiese constatar el placer que experimentaba la gente cuando descendía de su artilugio. Por lo que él conocía, Nathan había patentado un prototipo parecido en 1859, pero falleció seis años después, sin haberlo llevado a la práctica.

Sin duda, a aquel antiguo abogado de Harvard, al tiempo que poeta aficionado, le asombraría comprobar que su invento, para el que imaginaba un uso restringido y privado, era utilizado por tal muchedumbre. Y Jesse imaginaba que aquello era solo el principio.

Al principio, estuvo pendiente del aparato, pero pronto determinó que su presencia era innecesaria, por lo que dispuso de tiempo para visitar a los dueños de los diferentes locales y atracciones que allí se ubicaban, a los que también les presentó su ingenio.

Paseo marítimo de Coney IslandLa tensión acumulada le causaba un ligero hormigueo en las piernas. No había vuelto a sentir tal molestia desde su etapa de universitario en Lehigh, Pennsylvania, en la que practicaba tenis y béisbol, y se mantenía en un excelente estado físico.

Para desentumecer los músculos, enfiló el paseo marítimo en construcción, que el magnate George C. Tilyou estaba pavimentando con planchas de madera, con el fin de conectar sus salones, balnearios, hoteles y atracciones, repartidos a lo largo de toda la costa.

Respiró profundamente la brisa marina, fragante y balsámica desde que los barcos basureros habían dejado de verter los desechos de la gran ciudad en las proximidades, y se sentó a contemplar cómo unos niños chapoteaban entre las olas.

Incluso había algún adulto que nadaba cerca de la orilla, pese a que, bien entrado el otoño, la temperatura del agua resultaba algo desapacible. Por ello, era lógico que las familias más acomodadas frecuentaran los distintos balnearios de la zona, con mayores comodidades y un nivel térmico más adecuado a su delicada piel.

Bañistas del siglo XIXLlegó hasta el solar en donde trabajaban los hombres de Tilyou. El empresario estaba erigiendo en aquellos acres de suaves dunas un gran espacio destinado al esparcimiento de las masas, el futuro parque Steeplechase.

Seguramente que, dentro de unos meses, se formaría una interminable cola en la entrada, para acceder por una módica cantidad de dinero a un sinfín de excitantes experiencias, que ahora se hallaban desperdigadas, como la noria gigante, los divertidos toboganes acuáticos, o la fabulosa montaña rusa Switchback Railway, la primera del mundo, diseñada por el ‘Padre de la Gravedad’ La Marcus Edna Thompson.

Tilyou, a quien tuvo el honor de conocer la semana anterior, le contó su proyecto de completar el parque con nuevas sensaciones, tales como una enorme piscina de agua salada, un trenecito que viajaría a baja velocidad a través de un túnel tenebroso y que haría las delicias de las parejas, el salón de baile más grande del estado, o un hipódromo de caballos mecánicos, en el que cualquier persona podría sentirse un experimentado jinete.

El túnel del amor, en Coney IslandA Jesse no le vendría mal poseer una mínima parte de la visión para los negocios de que hacía gala el neoyorquino, que le abrumaba con su conversación.

Tilyou le relató que, de pequeño, mientras sus padres regentaban una modesta casa de baños y un restaurante, él aprovechaba los cascos vacíos del establecimiento para embotellar ‘auténtica agua marina’ y venderlos a cinco centavos la unidad.

Las cajetillas usadas de cigarrillos también tenían su salida una vez que las rellenaba de ‘genuina arena de playa’, que los turistas cándidos adquirían como recuerdo de su jovial estancia en Coney Island.

E igualmente envidiaba su obstinación. Habiéndose convertido Tilyou en el rey de los negocios inmobiliarios y del entretenimiento del bajo Brooklyn, al frente de su teatro, en el que se representaban los mejores espectáculos de vodevil, el codicioso John McKane se cruzó en su camino.

El rutilante parque StepplechaseMcKane, jefe de policía de la isla, y reverendo metodista en sus ratos libres, comenzó a tejer una invisible tela de corrupción sobre ella. Sus secuaces extorsionaban a los empresarios, y sus locales de juego y prostitución proliferaron, atrayendo a la zona a un público muy distinto, procedente de los estratos más bajos.

Solo Tilyou se atrevió a hacer frente al extorsionador, pero este ostentaba un gran poder, basado en la cadena de favores que había extendido, y que se encargaba de cobrar cumplidamente.

Afortunadamente, el peso de la ley cayó sobre el deshonesto comisario, y su trama de corrupción urbanística, sobornos políticos, cargos elegidos a dedo, crímenes y depravaciones se derrumbó tras la acusación de que había amañado las elecciones.

Carrera de caballos mecánicosMcKane acabó con sus huesos en Sing Sing, Tilyou recuperó las inversiones y su sonrisa, los tugurios y demás establecimientos de dudosa categoría cerraron, y Coney Island recobró la tranquilidad de sus calles y a sus honorables visitantes.

Jesse dejó atrás el ejército de obreros que se afanaban aquella tarde de domingo en dar forma al nuevo parque de atracciones, y se dirigió por la avenida que vertebraba la isla por el interior, la Surf Street. Recibía su nombre de la época en la que a aquel paraje natural únicamente acudían, aparte de algunos pastores con sus rebaños, los amigos de cabalgar por encima de las olas.

Abstraído en sus pensamientos, se topó de repente con Granville T. Woods. Tan oscura era su tez como claras sus ideas. Habían coincidido un par de ocasiones, las suficientes para advertir su entereza y su tesón por intentar hacerse un hueco en una sociedad en la que las personas de su raza aún no gozaban de una abierta acogida.

Granville T. Woods, el 'Thomas Edison negro'Jesse a menudo se sorprendía de su espontánea inclinación a poner en duda que un negro fuese capaz de crear todas las invenciones que Granville se atribuía. Cuanto más le hablaba de su telegráfono, o del tercer raíl para los ferrocarriles, más se avergonzaba íntimamente de sus prejuicios.

Esperaba que Granville no hubiese percibido su reacción de incredulidad cuando le indicó que era el creador de aquella magnífica montaña rusa con forma de ocho, que pequeños y mayores disfrutaban con pasión.

En cierto modo existía un paralelismo entre ambos. Los dos necesitaban demostrar su valía en Coney Island, el lugar donde inventores, visionarios y emprendedores venían a atrapar su oportunidad.

Sin embargo, Granville ya saboreaba un merecido reconocimiento. No en vano le apodaban el ‘Thomas Edison negro’. El afamado científico había tratado de robarle varias patentes, pero los juzgados le otorgaron finalmente la razón a su compañero de color.

La Iron Tower, una atalaya que se elevaba a 300 pies de altura sobre Coney IslandAl pasar al lado de la Torre de Hierro, Granville le propuso divisar la isla, o mejor dicho la península, desde una perspectiva diferente. Jesse llevaba dos semanas observando con un sentimiento contradictorio el mirador, que se alzaba 300 pies sobre el suelo, y que Culver había adquirido veinte años antes, en la Exposición Mundial de Filadelfia de 1876.

Su curiosidad innata todavía no había logrado vencer a su aprensión por las alturas, de manera que se aferró a la invitación de su amigo para decidirse a montar en el elevador accionado a vapor que subía hasta su cumbre.

Desde arriba, la noria de Ferris parecía un mísero juguete, e incluso la excepcional noria de la Exposición de Chicago, capaz de transportar a la vez a más de dos mil pasajeros, y que al final le arrebataron a Tilyou unos promotores de St. Louis, habría quedado por debajo de la torre, a pesar de sus 250 pies de altura.

También se distinguía el Brighton Beach, un lujoso hotel que alojaba a unos 5.000 huéspedes y alimentaba a 20.000 estómagos cada día, y que pese a ello se agazapaba acobardado, a una prudencial distancia del océano.

El traslado del Brighton Beach hotelAhora yacía apartado de la playa, aunque nueve años atrás se bañaba en el Atlántico, hasta que una extraordinaria marea removió su cimientos, así como los del hipódromo adyacente, completando la sorda labor de erosión que el mar había efectuado en el transcurso del tiempo.

Fue entonces cuando sus dueños tomaron la determinación de alejarlo 150 yardas de la orilla. Con unos grandes gatos hidráulicos, levantaron el edificio entero como un solo bloque, y trasladaron sus 6.000 toneladas encima de más de cien vagones colocados sobre 24 vías férreas, instaladas al efecto.

Al oeste, se divisaba el área que, en sus inicios, había sido colonizada por casinos, casas de apuestas y hostales de baja categoría y peor reputación, idóneos para encuentros fugaces de parejas neoyorquinas. Tras la Guerra de Secesión, con el auge de una renovada y pujante clase media, se había batido en retirada ante los flamantes balnearios y hoteles, destinados a una clientela más selecta.

El Elephant Hotel, símbolo de la libertad hasta que se erigió la estatuaHacia poniente, la consumida figura de un enorme elefante emergía con aspecto lastimero. Como un moderno caballo de Troya, aquel animal había escondido en su interior un hotel, que en su inauguración constituyó la máxima atracción de Coney Island.

La cabeza apuntaba a la costa, con la mirada perdida, añorando los viejos tiempos en los que por sus entrañas transitaban cientos de turistas. Venían con el propósito de albergarse en alguna de sus treinta y una habitaciones, comer en su restaurante, asistir a algún concierto privado, recorrer el museo emplazado en la trompa, o echar un vistazo a través de los telescopios ubicados en los observatorios de ambos ojos.

El esplendor del coloso de casi 200 pies de alto, diseñado por James V. Lafferty, fue languideciendo mansamente, reconvertido en un decadente burdel y una casa de citas, hasta que cerró sus puertas.

Era el triste final del paquidermo, que en su momento, y como primera estructura visible desde la entrada de la bahía, había constituido el símbolo de la libertad y de la esperanza para los inmigrantes que arribaban a Nueva York.

rodeado por la montaña rusa 'Shaw Channel Chute'Tal vez no pudo soportar la merma de protagonismo que supuso la construcción de aquella altanera estatua que sostenía una antorcha, erigida en un islote próximo a la desembocadura del río Hudson, y ese fuera el motivo de que se autoinmolase hacía unos días, envuelto en unas llamas que también habían destruido el Shaw Channel Chute, la montaña rusa que lo rodeaba.

Le sorprendió que, hasta allí arriba, sonase con nitidez la melodía del par de músicos que tocaban la flauta y el tambor, amenizando el carrusel del danés Charles I. D. Looff, mientras personas de todas las edades daban vueltas montados en unas figuras emparejadas de animales, talladas a mano.

Jesse estaba disfrutando de la panorámica, pero estimó que había llegado la hora de descender de aquella atalaya, una vez que hubo comprobado que su atracción quedaba fuera del campo de visión.

La Vaca InagotableUnas nubes procedentes del norte amenazaban con descargar un chaparrón, y emular así a la incesante lluvia de dinero que caía sobre los empresarios de la isla. De esta manera, sus arcas se iban llenando inexorablemente con pequeñas monedas de níquel, como las de diez centavos que servían para comprar los tiques para montar en la noria gigante, que acababa de encender las luces.

Enfrente de su salida, una larga fila de chiquillos menudos se amontonaba delante de ‘La Vaca Inagotable’, un espécimen mecánico, cuyas ubres dispensaban una fresquísima leche, a cinco peniques el vaso. Pocos padres podían resistir las súplicas de sus vástagos para completar la ansiada merienda con una manzana recubierta de caramelo.

Y a escasos pasos, por otra decena de centavos, un artista dotado de un bigote prominente les cegaba con un destello luminoso, que congelaba en el tiempo la dicha de las familias, que concluían de esta manera su jornada de diversión.

Una de las norias de Coney IslandQuizás como inconfesable reparación a su inicial prejuicio, Jesse invitó a cenar al ingeniero en el establecimiento de Feltman. Hasta entonces no había probado su célebre plato de mariscos que incluía langosta, pescado y ostras, y pensó que sería una magnífica ocasión de hacerlo, celebrando de paso la excelente acogida de su mecanismo.

El bueno de Charles Feltman era otro de los personajes que habían encontrado en Coney Island el sitio ideal donde sus brillantes ideas podían germinar. Muchos todavía recordaban al carnicero alemán arrastrando su humilde puesto ambulante entre las dunas, y ofreciendo a los bañistas aquel suculento manjar bávaro, servido de modo original dentro de un jugoso bollo, para así ahorrarse los cubiertos y los platos.

El establecimiento de Feltman, o cómo unas salchichas pueden crear un imperioEl olor de la carne inundaba Surf Street, provocando en los viandantes un irresistible deseo de consumir sus perritos calientes. Jesse realizó un cálculo rápido de las salchichas que podía vender al cabo del año, y concluyó que el número se aproximaría al millón de raciones.

El inmigrante alemán también había sufrido las extorsiones del diablo de McKane, e igualmente había conseguido sobreponerse a sus chantajes. Cuando les vio sentados a la mesa, Feltman se acercó a saludarles, especialmente a Granville, con quien estaba en tratos para ampliar el negocio.

La zona se expandía de forma acelerada, y con la apertura del nuevo parque Steeplechase, los turistas se multiplicarían. Feltman no quería quedarse atrás, y pretendía abrir varios restaurantes, además de un salón de baile, un hotel y una montaña rusa, para la cual necesitaba la colaboración del ingeniero.

Imagen del espectáculo The Streets of CairoAl salir del local, Granville le propuso que le acompañase al Ocean Breezes, donde se representaba un exótico espectáculo del que todos hablaban, The Streets of Cairo, pero Jesse declinó el ofrecimiento.

Admitía que sentía curiosidad por ver cómo se movían las populares bailarinas turcas de imposibles contoneos y serpenteantes vientres, comandadas por Farida Mahzar, Ashea Wabe y Fatima Djemille, que habían dividido a la sociedad victoriana de Nueva York en dos bandos irreconciliables: furibundos detractores e insaciables admiradores de su danza del Hootchy Kootchy.

Pero él decidió volver a su instalación. Granville le despidió con un ‘Hasta pronto Mr. Reno’, con un notable desacierto en su pronunciación. Hacía ya más de un siglo que sus parientes habían renunciado a la pretensión de que los estadounidenses articulasen correctamente su apellido, Renault, y habían convenido anglicanizarlo.

Cartel anunciando los toboganes acuáticosJesse se había acostumbrado a las numerosas y divertidas alteraciones de su apelativo que la gente improvisaba, como también le había sucedido a su difunto padre, Jesse Lee Reno, general del ejército unionista durante la Guerra Civil.

Miró al cielo para constatar si las nubes seguían allí, y descubrió la bandera estadounidense que ondeaba en lo alto del Sea Lion Park, el recinto fundado por el increíble aventurero Paul Boyton, la primera persona en cruzar a nado el Canal de la Mancha, y que aún exhibía unos formidables bíceps y una musculosa espalda.

Con la vista fija en las barras y estrellas, pensó que era imperdonable que aún no hubiese viajado hasta la capital del estado de Nevada, que sus compatriotas habían tenido a bien bautizar con el nombre de su célebre progenitor.

La inesperada megafonía del Sea Lion Park, el primer parque de atracciones de la historia, le sobresaltó hasta el punto de ocasionarle un ligero tropiezo, que intentó disimular del mejor modo.

La Flip Flap Railway hace ya más de un siglo que ponía el mundo patas arribaUna seductora voz femenina invitaba a los visitantes rezagados a que fuesen abandonando el recinto.

Las familias regresaban con las imágenes de las múltiples casetas de feria, de los gigantes toboganes acuáticos, de las acrobacias de los artistas de circo, y de las piruetas de los leones marinos, impresas vívidamente en sus retinas y en sus almas, por el módico precio de algo menos de medio dólar.

Y si uno era lo suficientemente perspicaz, podía advertir en sus caras los efectos de la infame Flip Flap Railway, diseñada por Lina Beecher, una montaña rusa que ponía boca abajo a sus intrépidos viajeros, a más de 65 pies de altura.

Finalmente llegó hasta la entrada del muelle de Iron Pier. Todo estaba bajo control. Esperó a que se bajasen los últimos usuarios, y apagó el motor. Según sus estimaciones, unas 75.000 personas habían probado su invento, de manera enteramente satisfactoria.

La noche mágica de Coney IslandDe hecho, no había estrenado su provisión de sales para los posibles mareos, como tampoco su botiquín de primeros auxilios. Y la copa de coñac que ofreció al principio para insuflar valor a los turistas que dudaban si subir a su trepidante creación, hubo de suprimirla por la afición que detectó en ciertos individuos de montar una y otra vez, con el riesgo que conllevaba la sobrevenida falta de equilibrio que iban evidenciando con la acumulación de alcohol en su cuerpo.

A la mañana siguiente desmontaría el aparato, para reubicarlo en el puente de Brooklyn. Confiaba que con estas demostraciones, el delegado del ayuntamiento de Nueva York se convencería de su utilidad y le firmaría un contrato definitivo.

El increíble ingenio de Jesse RenoSe sentó en lo alto del muelle, para admirar cómo se vaciaba de visitantes aquella lengua de tierra en la que los sueños se convertían en realidad. Las luces se apagaban, los operarios y camareros se iban a descansar, y el graznido de las gaviotas acallaba la moribunda música de las atracciones y de los salones de baile. Descorchó una de las botellas que todavía le quedaban, y brindó en solitario por el notorio éxito de su exposición.

Embargado por una inenarrable euforia, Jesse Reno no veía el momento de instalar en todos los accesos al metro sus funcionales ascensores inclinados, que algunos habían rebautizado como ‘escaleras mecánicas’.



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