sábado, 7 de octubre de 2017

La última partida del Che Guevara

Se cumplen cincuenta años de la muerte de un mito universal. Calvo, envejecido, afeitado y oculto tras unas gafas de pasta, se reúne con sus hijos antes de partir hacia Bolivia.
Una aproximación a la cara más humano del mito universal. Espero que os guste.Una densa cortina de humo se precipitaba sobre el tablero de su vida, haciendo desaparecer las pocas piezas que aún le quedaban. O quizás fuera su propia esencia carnal la que se desvanecía por momentos, para convertirse en puro mito.

No conseguía conciliar el sueño, por lo que aprovechó para actualizar su diario. Concluida la tarea, y completamente desvelado tras las reflexiones vertidas en el papel, se decidió por leer un rato.

Rebuscó entre su biblioteca, apartó a un lado el Quijote y el Capital, bastante desgastados por el uso, descartó a Shakespeare y a Lezama Lima, eligió un tomo de Goytisolo y se tumbó en el incómodo camastro

La humedad de las paredes penetraba hasta el interior de sus pulmones, provocándole una tos que le obligaba a incorporarse. Aunque ese no era el motivo por el que hoy no lograba concentrarse en los renglones. Le rondaba por la cabeza la idea de lanzarlo todo por la borda, y de acercarse a La Habana. 

En un par de días se inauguraría la XVII Olimpiada de Ajedrez, un campeonato del mundo por países, en el que más de ochenta grandes maestros y maestros internacionales se daban cita en la ciudad, para conformar la más numerosa participación jamás vista en un torneo de este deporte.

El Che Guevara disfrutando de una de sus aficiones favoritas, junto con la lectura.Él era un gran aficionado, que nunca rehusaba cualquier oportunidad de disputar una buena partida. De hecho, le había reportado una magnífica válvula de escape en las peores circunstancias en las que se había visto envuelto.

Los alfiles, las torres y los caballos habían constituido unos confortables compañeros en su prisión en México, en el exilio en la embajada argentina en Guatemala, durante los escasos descansos entre las escaramuzas bélicas en Sierra Maestra y en la guerrilla del Congo, o en la soledad de su retiro en Praga.

Consideraba que, además de un excelente pasatiempo, el ajedrez era un juego que desarrollaba el intelecto, por lo que resultaba muy beneficiosa su difusión entre los ciudadanos. En Cuba, y a pesar de que habían contado con el gran maestro Raúl Capablanca, campeón mundial en los años 20, no se había consolidado como un deporte de masas, sino que, al contrario, se le calificaba como un pasatiempo elitista.

Por ello, junto con el campeón José Luis Barreras y con el comandante español Alberto Bayo, se esforzó por lograr su popularización en la isla, al igual que hicieron en su momento en la Unión Soviética. Él, personalmente, auspició la creación de importantes torneos, algunos de carácter internacional.

La expectación ante el enfrentamiento entre los equipos ruso y norteamericano en la XVII Olimpiada de Ajedrez sobrepasó el ámbito del propio deporte.Resultaba paradójico que él, que tanto había luchado por obtener de la FIDE la organización del evento, a mayor gloria propagandística del régimen y de la imagen mundial del presidente de honor del Comité Organizador, el Comandante en Jefe Fidel, no pudiese ni siquiera presenciar el campeonato. 

Chancho’ conocía a muchos de los competidores, e incluso había disputado alguna partida individual o en simultáneas con varios de ellos, como con los rusos Tal y Korchnoi, el argentino Najdorf, el checo Filip, el norteamericano Evans, el colombiano De Greiff, o el chileno Letelier. 

Ahora daría lo que fuera por poder ver en directo a los geniales Portisch, Szabo y Pomar, y sobre todo al potente equipo soviético, dominador indiscutible durante las últimas cuatro décadas, e integrado en esta ocasión por Spassky, Petrosian, Tal, Polugaievski, Stein y Korchnoi.

Sin duda, el mayor éxito de la organización de aquel campeonato había sido convencer a la expedición estadounidense para que participase, y en especial a su capitán, el excéntrico Bobby Fischer, ya que todavía estaban demasiado reciente la derrota de los imperialistas en el intento de invasión de Bahía de Cochinos, así como la tensión generada por la Crisis de los misiles.

El hotel Habana Libre, sede de la Olimpiada de Ajedrez.Imaginaba el Salón de los Embajadores del Hotel Habana Libre repleto de tableros y abarrotado de gentes de diversas procedencias. El hotel, el más grande de Latinoamérica, y operado por el grupo Hilton previamente a su nacionalización, se había inaugurado unos meses antes de la caída del dictador Fulgencio Batista y de la entrada de las fuerzas insurrectas en La Habana. 

Durante los tres primeros meses, Fidel y él consideraron acertado utilizarlo como puesto de mando de la Revolución y sede del nuevo gobierno, estableciendo su gabinete en la suite 2324 ‘La Continental’, y usando sus instalaciones como salas de prensa. 

Evocaba aquella ilusionante etapa, de intenso compromiso con el pueblo cubano, pero Ernesto sabía que ahora su partida la debía jugar en otro lugar. Comenzaba a creer que ya no era totalmente dueño de su destino, y añoraba aquella libertad de la que gozaba en su juventud en Argentina.

Sus días felices de infancia y adolescencia los repartió entre Buenos Aires y Alta Gracia, una ciudad del interior del país, en la provincia de Córdoba, a la que su familia se había mudado buscando un clima más propicio para la afección asmática que le aquejaba desde pequeño.

La familia del Che Guevara, allá en la Argentina, antes de la separación del matrimonio.Regresaron a Buenos Aires en 1947, habida cuenta de que la plantación de yerba mate en la que sus padres habían invertido sus ahorros no daba los frutos deseados. Fue allí donde, en su lecho de muerte, prometió a su abuela que consagraría su existencia a la Medicina. 

Por entonces sus máximas preocupaciones consistían en sus estudios, y su impetuosa relación con ‘ChichinaFerreyra, una chica de la aristocracia que se debatía entre el amor que le profesaba y la animadversión que sentían sus padres hacia su persona, más que por su procedencia social, por su perturbadora tendencia al desaliño.

Tras librarse del servicio militar por su enfermedad, y antes de terminar su carrera de Medicina, se enfrascó en un viaje de más de 4.000 kilómetros por el norte de Argentina en motocicleta. El espíritu aventurero prendió en él, y no tardó en emprender un nuevo tour por Sudamérica a lomos de su Norton de 500 centímetros cúbicos, adquirida con el dinero que obtuvo de su empleo en la clínica del doctor Pisani, especializado en alergias.

El Che Guevara, pronunciando su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York.Junto con su amigo Alberto Granado, que ejercía de médico, recorrieron Chile, Bolivia, Perú y Colombia, hasta que recalaron en Venezuela. En este país Alberto se quedó trabajando en una leprosería, en tanto que él proseguía su camino.

Aquella gira le puso en contacto directo con la cruda realidad social sudamericana, y con las condiciones extremas en la que vivía gran parte de la población, y despertó en él una conciencia revolucionaria, a la vez que un profundo antiimperialismo. 

Después de retornar a Buenos Aires, en menos de un año finalizó sus estudios con una tesis sobre las alergias. No transcurrió ni un mes, desde que recogió el título, hasta que volvió a salir de viaje hacia Bolivia, Perú, Ecuador, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador y Guatemala, donde interrumpió su itinerario.

Parecía que su cuerpo estaba insuflado de una especie de inercia ineludible que le impedía asentarse en ningún sitio. Tal vez fuera esa la razón de su reciente plan, y de su descontrolada necesidad de huir de allí.

La cueva de los Portales, hoy en día lugar de peregrinación de los seguidores del Che.A la vista de que no se dormía, se calentó un mate y dio una vuelta por los alrededores de la cueva de los Portales. Conocía cada palmo de aquel territorio, el primero en ser declarado 'Libre de Analfabetismo' en la isla.

Había elegido aquel estratégico emplazamiento, oculto en lo más recóndito de las montañas, para emplazar su Comandancia durante el fallido intento de invasión en la Bahía de Cochinos. Y también estuvo allí durante la Crisis de octubre, que en otras latitudes denominaban Crisis de los misiles, cuando las rampas de lanzamiento los misiles nucleares soviéticos se instalaron en la provincia de Pinar del Río, que quedaba bajo su jurisdicción como jefe del ejército occidental. 

Ahora que había regresado a Cuba de forma clandestina para preparar su operación en Bolivia, con el objetivo derrocar al general René Barrientos, y establecer en dicho país una cabeza de puente para iniciar el asalto revolucionario a su patria natal, había determinado que aquel sería el mejor refugio donde entrenar a sus combatientes, a salvo de que nadie les descubriese.

Esto no constituía una tarea sencilla, puesto que su rostro era tremendamente popular, tanto  entre el pueblo llano como entre por los más poderosos líderes con los que se había entrevistado: el ruso Nikita Jruschov, el egipcio Nasser, el chino Mao Zedong, el yugoslavo Tito o el argelino Ben Bella, entre otros muchos. El Che era bien recibido allá adónde iba, como representante de una pequeña nación en la que se miraban reflejados muchos ciudadanos del mundo. 

Nuevamente el Che, en la ONU.Además, había participado en los más notables foros, tales como el Consejo Interamericano Económico Social de Punta del Este, la Conferencia de Comercio y Desarrollo de la ONU en Ginebra 1964, la XIX Asamblea General de la ONU en Nueva York 1964 o el Seminario de Planificación en Argel. A su mujer, Aleida March, le hubiese encantado acompañarle a esos lugares, pero él quería evitar que le pudiesen reprochar el gasto adicional que tal privilegio supondría para las cuentas nacionales.

Pero últimamente se había convertido en un personaje proscrito. Andaban detrás de él la CIA, los servicios de inteligencia de la OTAN y de otras agencias secretas enemigas, varios capos de la mafia y hasta algunos de sus correligionarios marxistas. En el momento en que dimitió de sus cargos antes de afrontar su lucha armada en África, y se vio despojado de la protección que le otorgaba el poder, le habían puesto precio a su cabeza.

La icónica imagen del Che no podía faltar en este artículo. Una cabeza que, por otra parte, resultaba difícil de identificar. Desde que en junio del año anterior se había disfrazado por primera vez para pasar inadvertido por los diferentes controles aduaneros, apenas si había recuperado su auténtica apariencia en breves periodos.

La expedición llegaría pronto, de modo que se apresuró a ajustarse el nudo de una corbata insulsa, que se mimetizaba discretamente sobre el traje negro y la camisa blanca que portaba. Se colocó el chaleco que simulaba una ligera curvatura en su espalda, y se calzó los zapatos con elevadores interiores, que le hacían ganar unos centímetros. Optó por no utilizar la prótesis dental que se superponía a su dentadura y que le habían confeccionado para desfigurar todavía más su rostro, porque se encontraba incómodo con ella.

Encendió un habano, y se sentó a esperar, hojeando un libro de Papini. Durante las primeras semanas, fueron frecuentes las visitas al campamento de Fidel, el ministro y amigo Orlando Borrego, Celia Sánchez, Ramiro Valdés, el presidente Osvaldo Dorticós y otros contados altos cargos conocedores de su paradero, pero poco a poco comenzaron a espaciarse. 

Solamente Aleida mantuvo puntualmente su compromiso, quizás, sospechaba él, por comprobar si era cierto que había desterrado definitivamente su irrefrenable predisposición a los amoríos esporádicos e indiscriminados.

El Che Guevara, caracterizado como Ramón Benítez Fernández, al lado de Fidel Castro.Oyó el ruido de un motor, y antes de salir de la cabaña, se miró en el espejo y sonrió al ver su imagen reflejada en él. Desde el otro lado, le observaba un hombre de unos sesenta años de edad, calvo, con unas gafas negras de pasta, afeitado y con una prominente tripa, que decía llamarse Ramón Benítez Fernández.

Aleida le había anunciado que hoy le acompañarían sus hijos. Al verles aparecer por el camino, le dio un vuelco el corazón. Desde lo más profundo de su alma surgía un impulso de correr hacia ellos y colmarles a besos, pero era esencial salvaguardar su identidad.

Su mujer le reconoció enseguida, ya que en el último año ya le había visto en similares circunstancias en Dar es-Salaam y en Praga, donde fue a visitarle a pesar de los riesgos que conllevaba para la seguridad de ambos. 

Especialmente en Tanzania, la humedad de la selva congoleña había destrozado sus pulmones, en tanto que la depresión por el mal desarrollo de la contienda, y el paludismo, habían consumido su cuerpo, hasta reducirlo a cincuenta menguados kilos de huesos, fibra y alma rebelde.

Imagen familiar del Che Guevara.A sus hijos sí les engañó su aspecto. Se presentó como el tío Ramón, un comerciante uruguayo, amigo íntimo de su padre, y ninguno cuestionó tal afirmación. Aleidita Guevara, la mayor de los cuatro, contaba con solo seis años. Nació mientras él se hallaba en misión diplomática por los países socialistas del Este, y aunque su preferencia era tener un varón, siempre había mostrado una debilidad por ella.

Luego vinieron Camilo, Celia y el pequeño Ernesto. Este había cumplido dos años recientemente, y apenas si le había visto una decena de veces. Se arrepentía de no haberles dedicado más tiempo, debido a los distintos puestos que fue ostentando: jefe militar de La Cabaña y de Capacitación del Ejército Rebelde, jefe del Departamento de Industrialización del Instituto Nacional de la Reforma Agraria, presidente del Banco Nacional de Cuba, jefe militar de la región de Occidente, Ministro de Industrias, y embajador internacional del gobierno.

Sus obligaciones solamente le permitían compartir con ellos unos instantes los domingos por la noche, o cuando se los llevaba consigo al Ministerio. En más de una ocasión estuvo tentado de renunciar a todas las responsabilidades que le apartaban de su familia y de sus convicciones. 

Ernesto y su primera esposa, la peruna Hilda Gadea.Estaba contento de pasar con ellos el último día antes de acometer su nuevo desafío, pero echaba de menos no poder abrazar a su hija Hildita Guevara, fruto de su primer enlace. Ya era una señorita, como así se traslucía de la correspondencia que mantenía con ella, pues hacía un par de años que no la veía.

Su primogénita, regordeta, de facciones amerindias y ojos achinados, era la viva imagen de su madre, Hilda Gadea. Economista peruana, e incesante activista, la conoció en Guatemala, cuando ella colaboraba  con el gobierno liberal de Jacobo Arbenz. Antes de que cayera el régimen por el golpe del coronel Castillo Armas, respaldado por Estados Unidos, y de que fuese arrestada, Hilda, al igual que Chichina, también había rechazado su propuesta de matrimonio. 

Al volverse a reunir en México, se reavivó su gran pasión. En aquel país pareció que por fin encontraba una relativa estabilidad. Consiguió un empleo en el Hospital General, retomó sus consultas médicas e investigaciones, e incluso trabajó como fotógrafo ambulante o vendedor de libros a domicilio, para ganar unos cuantos pesos más.

El yate Granma, uno de los símbolos de la Revolución cubana.Gradualmente se fue introduciendo en los círculos progresistas de la mano de Hilda, que le presentó a los hermanos Castro, con quienes entabló una gran amistad, así como a Ñico López, un exiliado cubano que se empeñaba en apodarle ‘Che’, por su marcada inclinación a abusar de dicha expresión de su tierra natal. 

Al poco tiempo Hilda se quedó embarazada, así que se casaron por lo civil. Pero él ya se había dejado seducir por aquel proyecto guerrillero que aspiraba a encabezar una revuelta armada contra el dominio del imperialismo yanqui sobre Cuba, y aceptó participar en los preparativos del viaje.

Nunca quiso analizar a fondo si se había sentido cautivado por el ideal romántico de la empresa, o si se había enrolado empujado por su reticencia a echar raíces. El caso es que cuando partió rumbo a Cuba en el yate Granma, el barco de la libertad que capitaneaban Fidel, Raúl y Ernesto Bayo, veterano de la Guerra Civil española, la llama del amor ya se había extinguido, al menos por su parte. 

Entrada triunfal de los Revolucionarios en La Habana.Acto seguido al triunfo de la Revolución, invitó a Hilda a trasladarse junto a su hija a la Habana, pero ella se resistía, probablemente avisada de que Chancho ya estaba con otra mujer, pues pese a que le había otorgado el divorcio, no había dejado de amarle. Finalmente accedió, y él le propuso un trabajo como alta funcionaria del régimen. 

De esta manera podía visitar regularmente a Hildita, que tenía por entonces tres años, y disfrutaba viendo con ella los dibujos animados de Disney en la televisión, aunque la mayor parte de las ocasiones Hildita venía a su despacho del Ministerio, donde él le leía algún clásico. Ahora ya había cumplido los diez, y era muy arriesgado intentar verla. Era seguro que le descubriría, poniendo en peligro la operación, amén de su vida, por lo cual pensó en enviarle una carta de despedida.

Pensó en cuántas veces había lamentado haber escrito aquella otra carta de despedida que remitió a Fidel, asumiendo que su fin en el Congo estaba próximo, en la que se dirigía al líder y al pueblo de Cuba, renunciando a sus cargos en el aparato del Partido, a sus nombramientos y hasta a su ciudadanía cubana, que Fidel le otorgó en su día. La razón del manifiesto era la de exculpar al gobierno de los conflictos armados en los que él, de forma personal, se estaba inmiscuyendo.

Fidel y el Che, amigos hasta la muerte.En el Congo, el Che luchó al lado de Kabila para derrotar al régimen neocolonial de Tshombe, protegido por los Estados Unidos. Tras el fracaso de la misión, que pretendía extender de algún modo su lucha al continente africano, ahora era Bolivia la que reclamaba su presencia. 

No obstante, no deseaba comprometer a Fidel con sus andanzas  Desde el día en que se conocieron, ambos se causaron una honda impresión. Le admiraba intensamente, y no quería ocasionarle ningún trastorno.

La declaración, que había elaborado para que se divulgase si fallecía o era capturado, Fidel la hizo pública antes de tiempo, con la inmediata consecuencia de que ya no podía regresar a su país de forma oficial, sino clandestina. 

Se preguntaba si aquella suerte de traición estaría relacionada con el discurso que había pronunciado en Argel, donde arremetía contra la política de la URSS, coincidiendo con el momento en el que el país soviético representaba un apoyo económico crucial para Cuba. Cuando vio de nuevo a Fidel le transmitió su enojo por la revelación de su contenido, pero este le convenció de que no había calculado las consecuencias negativas que tendría para el Che.

Aprovechó el día entero divirtiéndose con los niños. En un instante, la pequeña Aleida cayó de bruces al suelo, golpeándose en la cabeza y rompiendo a llorar. No supo disimular su amor paternal, y la estrechó fuertemente entre sus brazos para consolarla.

Otra imagen familiar del Che Guevara.A pesar de su corta edad, su hija percibió que aquel abrazo no era propio de alguien que se había anunciado como un simple amigo de su padre. Le dirigió una tierna mirada, que él no pudo aguantar, sintiendo que le había reconocido, aunque no fuese plenamente consciente en aquel momento.

Al caer la tarde, se despidió, hasta Dios sabía cuándo, de su leal esposa. Cayó en la cuenta de que había olvidado buscar un poema para la ocasión, así que recurrió al primero que le dedicó, cuando conoció a aquella activista comprometida, de la que en un principio sospechó que era una espía.

Observó cómo se alejaban montados en el jeep, en dirección al llano, y se puso a recoger sus escasas pertenencias. Al amanecer salía su vuelo, que le llevaría a través de varias escalas hasta La Paz.

Paz. Eso era precisamente lo que más anhelaba, y de lo que más carecía. Una vez más se presentaba ante sí aquel espantoso dilema. A un lado, sus deseos de luchar por un mundo mejor, más justo, más libre para los demás. Al otro, su pareja, su familia, sus aficiones, su energía, que iba derrochando de guerra en guerra, que se le escapaban tiro a tiro. 

Aleida Marcha, la segunda mujer del Che, vestida de activista revolucionaria.Aleidita, con la fuerza de su mirada angelical y suplicante, aun sin saberlo, estaba desmoronando la débil resistencia de Chancho, aprisionado por su propia leyenda, y minando su determinación. Terriblemente confundido entre a salvar a la humanidad, o salvarse a sí mismo de aquel ruego silencioso. Patria o muerte, o amor y vida. 

Dio la última calada al puro, y siguió mentalmente el recorrido del humo por sus maltrechas vías respiratorias. Sabía que la inercia le arrastraba irremediablemente. Se fue a descansar, pues partiría bien temprano. Como buen jugador, en esta ocasión tenía la certeza de que el jaque mate era inexorable.




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