viernes, 2 de octubre de 2015

Los nobles descendientes de Mary Wade. Viernes nobiliario.

No tenemos la posibilidad de escoger nuestro linaje. Solo cabe, por tanto, mostrarnos orgullosos de nuestros ancestros, sean nobles o convictos, pues nunca se sabe quiénes son más dignos de admiración.
Hace más de dos siglos que se proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, por la cual todas las personas nos reconocemos iguales, con los mismos derechos y obligaciones.

Sin embargo, parece como si todos albergásemos un secreto deseo de distinguirnos de los demás. Y no hay nada que otorgue mayor distinción que un título nobiliario, pese a que casi todo el mundo los percibe como una mera reliquia del pasado



Hoy en día apenas si tienen un contenido meramente simbólico, desprovistos de las prerrogativas que antaño proporcionaban. Pero su posesión lleva implícita la pertenencia a una clase privilegiada, y otorga una significación y relevancia social a su titular.


El problema que tienen estos títulos es que gran parte de los existentes lo han adquirido sus poseedores por herencia o linaje (la llamada nobleza de sangre). Así que difícilmente podemos hacer nada al respecto para su obtención. A los que sí podremos optar es a los de nueva creación, la denominada nobleza de privilegio, aunque para ello deberemos ser brillantes cirujanos, magníficos científicos, artistas excepcionales, políticos relevantes o exitosos seleccionadores de fútbol, por ejemplo.

Los títulos nobiliarios son una institución principalmente europea, aunque no son exclusivos del viejo continente. De hecho, existen numerosos territorios lejanos que también albergan Cortes.

Hablamos por ejemplo de Australia, donde decidieron, hace no mucho tiempo, instituir la Orden de Australia, una orden de caballería para reconocer el mérito de ciertos ilustres compatriotas, concediéndoles dicha distinción. Dicha orden fue creada en 1975, y es la Reina Isabel II quien los otorga, a propuesta del Gobernador General. Tiene cinco grados, siendo el más importante el de Caballero o Dama de la Orden de Australia.


Y si bien en la época de los años 70 y 80 del siglo pasado los distintos condecorados procedían de todas los ámbitos de la sociedad, en los últimos tiempos los únicos merecedores de la más alta distinción de la Orden son sólo políticos y militares eméritos, que supuestamente han servido noblemente al país. A razón de cuatro nuevos caballeros o damas por año, dentro de nada habrán conseguido establecer una nutrida Corte de gobernantes retirados.

Esta moderna afición por los títulos en aquellas latitudes choca, además, que la procedencia humilde, casi proscrita, de gran parte de su población.


Y es que en la Inglaterra de finales del siglo XVIII la mayor parte de la población vivía en la más absoluta pobreza. La miseria y la desigualdad social, que tan bien retrató Charles Dickens en su obras, provocaron que la delincuencia se incrementase notablemente, y que las cárceles se llenasen en poco tiempo de presos.

Ya no cabían más reclusos en las prisiones, y los Estados Unidos, que era a donde enviaban muchos reos para que cumpliesen allí su condena, se acababan de independizar.


Para aliviar esta situación, y disuadir a la gente de que cometiese más robos, se promulgó el llamado Código Sangriento (Bloody Code), por la cual uno podía ser ajusticiado por la comisión de cualquier tipo de delito menor.

En este Londres de 1789 vivía una niña de 11 años llamada Mary Ann Wade. Había nacido en el seno de una humilde familia de un barrio pobre de Londres. Desde que cumplió los 10 años barría las calles de la ciudad, pidiendo dinero por ello, para así poder comer.



Un buen día, junto a su cómplice Jane Whiting de 14 años, le robaron el vestido, la esclavina y el gorro, a una niña de 8 años llamada Mary Phillips. Ésta les denunció, identificándoles sin problema, ya que les conocía de vista. Fue juzgada de inmediato, y condenada a muerte por su delito.

La recluyeron en la prisión de Newgate, donde los reos que esperaban a ser ahorcados en multitudinarias ejecuciones públicas malvivían en condiciones lamentables. Quien no tenía suficiente dinero para poderse pagar su estancia en una celda con camas, iba a parar a una celda insalubre, superpoblada e infestada de ratas.


Por entonces el rey Jorge III padecía una enfermedad mental degenerativa que le incapacitaba de sus funciones, lo que llevó incluso a nombrar a su primogénito como regente. A principios de aquel año el monarca consiguió recuperarse transitoriamente de su locura, y por dicho motivo tuvo a bien amnistiar a numerosos presos, entre los que se contaba Mary, conmutando su pena de muerte por la de cadena perpetua.

De esta forma, y tras 93 días de supervivencia en aquella prisión, Mary Wade se convirtió en una de las ‘afortunadas’ que partiría en el viaje del Lady Juliana, en lo que sería la primera remesa de mujeres con destino al continente australiano.


Australia se había convertido en un magnífico lugar donde enviar el excedente de presos de las hacinadas cárceles inglesas. En las antípodas de la madre patria, y sin posibilidad alguna de escapar de allí, se antojaba una magnífica prisión natural. Además, el envío de convictos se antojaba como la única forma posible de repoblar aquella nueva colonia, ya que pese a los intentos de la corona británica por convencer a sus compatriotas más emprendedores para que se trasladasen allí de forma voluntaria, regalándoles tierras para que se instalasen, la medida no había calado en la población. La inmensa distancia que le separaba de la metrópoli disuadía a los posibles interesados.

El primer envío de convictos había partido el 13 de mayo del 1787 del puerto de Portsmouth, con 8 barcos cargados de 800 presos y de sus correspondientes carceleros, así como personal civil, acompañados éstos por sus esposas e hijos. Se instalaron inicialmente en Botany Bay, y más tarde se mudaron a Sydney Cove, fundando Port Jackson.


Pronto comenzaron los problemas. Los prisioneros no eran precisamente unos campesinos expertos, por lo que las cosechas de los productos que llevaban para su supervivencia no prosperaron. Al ganado que habían llevado no les sentó bien el clima austral, y no daba leche. Las enfermedades se extendían entre los colonos: escorbuto, disentería. Y los aborígenes tampoco se mostraban muy hospitalarios con los ingleses que habían establecido en su tierra una colonia penal.

Así que para poner un poco de orden en todo aquello, y afianzar la colonización del nuevo territorio, el gobierno inglés tuvo la idea de enviar gran parte de las reclusas a Australia, especialmente aquellas que hubiesen cometido delitos menores. Así mataban dos pájaros de un tiro: vaciaban las cárceles, y fomentaban la creación de familias en el nuevo continente, generando así una mayor estabilidad en la colonia. Era una medida similar a la que un siglo antes había adoptado Francia en la Isla de la Tortuga para neutralizar a los bucaneros.


El Lady Juliana zarpó el 29 de julio de 1789 de Plymouth con 226 convictas a bordo. Entre ellas, se contaban pequeñas rateras, estafadoras, indigentes, y algunas prostitutas. El viaje duró casi un año. Esto se debió a que el capitán no impuso una gran disciplina entre su pasaje, ya que su propósito principal era que llegasen a buen puerto el mayor número posible de mujeres. Muchas de la presas se dedicaron a ejercer la prostitución durante las escalas que realizaron (Sta. Cruz de Tenerife, St. Jago de Cabo Verde, Río de Janeiro, Ciudad del Cabo), lo cual hizo que la travesía se prolongara en exceso.

Finalmente llegaron a Port Jackson, en Nueva Gales del Sur, 309 días después de su partida, el 5 de junio de 1790 en uno de los viajes de convictos más largos que se conocen. Allí se encontraron con un recibimiento de lo más gélido, en un principio. Los reclusos llegados en la Primera Flota esperaban como agua de mayo un cargamento de víveres, tras dos años y medio desde su llegada, y dada su ineptitud para los oficios agrícolas. Cuando vieron que la carga del barco consistía en ‘222 innecesarias e inútiles mujeres’, en lugar de provisiones, cundió su desesperación.


Afortunadamente, tres semanas más tarde arribó una Segunda Flota a puerto, compuesta por cuatro barcos (el Justinian, el Neptune, el Scarborough y el Surprize), los cuales, además de nuevos convictos y convictas, transportaban comida y otros enseres, lo cual alivió la tensión que se había producido.

El caso es que gran parte de los actuales australianos son descendientes de aquellas mujeres, las madres fundadoras de la nación. La mayoría de ellas fueron asignadas a hombres libres, como sirvientas, y el resto se casaron con presidiarios.


Nuestra pequeña Mary, conforme llegó, fue reenviada a la isla de Norfolk, a 1000 millas de Sidney, ya que la colonia de Port Jackson comenzaba a saturarse. En su estancia en la isla tuvo dos hijos, y al poco tiempo retornó a Sydney, donde dio a luz al tercero, fruto de su relación con un irlandés emancipado, Teague Harrigan. Éste partió en un barco ballenero, para no volver, mientras Mary Wade conocía a la que sería su definitiva pareja, el carpintero Jonathan Brooker, con quien tendría otros 18 hijos más, de los cuales sobrevivieron 7.

Cuando los convictos demostraban estar rehabilitados, se les concedía un certificado de libertad y unos acres de tierra. Jonathan lo obtuvo en febrero del 1811, junto con un terreno de 60 acres (24 hectáreas). Y Mary lo consiguió en septiembre del año siguiente.


Se mudaron a Campbelltown, y allí se casaron unos años más tarde. En 1823 el fuego arrasó su hacienda, así que solicitaron ayuda al gobernador, y éste les proporcionó otra finca de 62 acres en Illawarra.

Jonathan murió en 1833. Y el 17 de diciembre de 1859, cuando Mary Wade falleció a los 82 años de edad, a su funeral asistieron más de 300 descendientes. Y hoy en día se calculan en unas decenas de miles, entre los que se cuenta el expresidente del gobierno Kevin Rudd.


Hasta hace poco tiempo los australianos temían rebuscar en sus árboles genealógicos, por la muy probable innoble categoría de los personajes que pudiesen identificar como sus ancestros. Finalmente desecharon sus complejos, y se animaron a investigar sus orígenes.

Resulta curioso que hoy en día, mientras gran parte de la población siente un cierto orgullo de ser descendiente de Mary Wade o de cualquier otro de los muchos convictos y convictas de aquella época, otros arden en deseos de ser beneficiarios de un título otorgado por la descendiente de aquel Jorge III que se dedicaba a castigar duramente a sus súbditos por cometer delitos menores en vez de buscar soluciones para aliviar su hambre.

Y es que de todo tiene que haber en la viña del Señor, incluso en las antípodas



Buen fin de semana a todos.





2 comentarios:

  1. Que importantes las mujeres en todas las facetas de la historia y que poco están reconocidas.
    Esta semana he leído algo sobre Clara Campoamor y sobre la lucha por el sufragio universal en España. Pues no está mencionada en los libros de historia españoles.
    Buen finde.

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    1. Es cierto, Pedro.
      La Historia ha sido concebida siempre como una relación de reyes y militares, en la que no tenían cabida este tipo de historias en minúscula, pero que eran las que realmente iban conformando las sociedades a lo largo del tiempo. Hoy en día parece que ha cambiado un poco el foco de atención, hacia este otro tipo de personajes, mujeres en su mayor parte, pero aún queda un tiempo para que se incorporen a los libros de texto.
      Buen finde.

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