viernes, 18 de marzo de 2016

En busca del Gran León

Lentamente Henry se iba imbuyendo del ambiente mágico de aquel rincón del África central, y de las prodigiosas maravillas naturales que David le describía. Parajes en los que el hombre blanco aún no había puesto su pie, y con nombres difíciles de pronunciar, ya que el doctor se empeñaba en designarlos con su lengua original.
Conforme se alejaba, la imagen de aquel extraordinario personaje se iba difuminando, no tanto por la distancia, sino por las lágrimas que comenzaban a aflorar en sus ojos. Le conocía hacía tan sólo cuatro meses, sin embargo, éstos habían bastado para provocar en él una profunda admiración por su figura, casi paternal.

Y es que apenas si tenía recuerdos de su padre biológico, ya que solo vivió cinco años en el hogar familiar en Gales. Sus padres no podían mantenerle, así que se hizo cargo de él su abuelo, pero falleció, y sus tíos también se desentendieron de su educación, internándole en un hospicio. Al cumplir los 15 años huyó de los malos tratos que recibía en la siniestra institución,  y se trasladó a Liverpool, donde encontró cobijo en casa de un primo suyo, y un puesto de trabajo.


Tal vez por todo el tiempo que había pasado encerrado, sentía unas enormes ganas de viajar y ver mundo, así que transcurridos dos años se enroló en uno de aquellos navíos que veía partir hacia América, esperando que su suerte cambiase al otro lado del océano.

Nada más desembarcar en Nueva Orleans, un acaudalado comerciante le empleó de grumete en su barco, que navegaba por el Mississippi. Enseguida se encariñó con él y le dio su apellido, de manera que John Rowlands pasó a llamarse Henry Morton Stanley. Lamentablemente, esa sería toda la herencia que percibiría de su benefactor, que murió a los pocos años.

Participó en la Guerra de Secesión en el bando confederado, pasándose al bando federal tras ser capturado. En la contienda tuvo la oportunidad de aprender ciertas habilidades que posteriormente le serían de gran utilidad para enfrentarse a los retos que estaban por venir.

Acabado el conflicto, comenzó a plantearse cuál sería su dedicación en el futuro. Así, empezó a realizar algunas colaboraciones periodísticas, narrando de forma ingeniosa y sugestiva diferentes episodios de la conquista del Oeste: la expansión del ferrocarril, las batallas con los pieles rojas, la dura vida en la frontera, la fiebre del oro.

Sus sensacionales crónicas le permitieron conseguir un contrato fijo en el New York Herald, el diario más importante de los Estados Unidos, que depositó en él su confianza para cubrir otros frentes más lejanos, como la expedición inglesa contra el rey etíope Teodoro II, o las guerras carlistas en España.

Tenía muy presente en su memoria el día que, después de entrevistar al general Prim, recibió aquella carta del editor del periódico, James Gordon Bennet, en la que le solicitaba que acudiese al Grand Hotel de París con el fin de explicarle cuál sería su próximo cometido. Su satisfacción fue tremenda, cuando le reveló cuál sería su misión.

Primero debía ir a Suez e informar sobre la inauguración del Canal. Luego tenía que proseguir su andadura hasta Constantinopla, y dar parte de las disputas entre el gobernador de Egipto y el sultán. De allí debía dirigirse al Cáucaso y confirmar los avances militares de las tropas rusas. Cruzaría Bagdad y Persépolis, ciudades exóticas desde las que habría de enviar alguna crónica interesante, y llegaría a Bombay, en donde se embarcaría hacia su verdadera meta, la isla de Zanzíbar. Un largo rodeo con la finalidad de despistar a la competencia, y así lograr la gran exclusiva, que consistía en localizar al afamado explorador y misionero escocés David Livingstone.

Éste llevaba más de tres años desaparecido en el continente africano, y todo el mundo temía un trágico destino. De hecho, se decía que había sido atacado y asesinado por un grupo de zulúes. Stanley contaría con un presupuesto ilimitado para tratar de encontrarle, vivo o muerto. Los exploradores y aventureros estaban de moda, por lo que el diario estadounidense intuía que un reportaje sobre su más famoso exponente le reportaría espléndidos beneficios.

Cuando llegó a Zanzíbar el  6 de enero de 1871, Henry obtuvo diversas referencias coincidentes acerca de cuál era el paradero actual de Livingstone: una reducida población al borde del lago Tanganika, llamada Ujiji. No había tiempo que perder, así que de inmediato reclutó para su caravana a 192 personas, entre porteadores, guías y cazadores, y se aprovisionó de grandes cantidades de víveres y munición, dado que la travesía podía ser bastante larga.

El 21 de marzo se puso en marcha. Pensó que iba a ser un viaje complicado, pero nunca se imaginó la de contratiempos que debería vencer antes de alcanzar su meta: terrenos pantanosos, fieras salvajes, barros infranqueables, ríos imposibles de vadear, selvas impenetrables, arañas venenosas, enfermedades endémicas, motines de los expedicionarios, escarpadas cordilleras, tribus aborígenes hostiles, nubes de insectos, veredas intransitables e incluso un par de intentos de asesinarle.

El día en que, tras superar una colina, distinguió el extenso mar interior suspiró aliviado, a la vez que se maravillaba ante la contemplación de aquella inmensa superficie azul, flanqueada de altas montañas y exuberante vegetación. En su orilla abrevaban toda suerte de animales: búfalos, cebras, elefantes, jirafas, antílopes, hipopótamos, mientras hambrientos cocodrilos les vigilaban desde el agua.

El 10 de noviembre, pocas millas antes de divisar Ujiji se tropezaron con un nativo, que les indicó que conocía al hombre que buscaban, y les confirmó que se hallaba en el poblado. Stanley se mudó de ropaje y se vistió con las mejores galas, dignas del personaje y del encuentro histórico que iban a protagonizar.

Horas más tarde, no se equivocó cuando supuso que aquel varón de barba blanca, que se encontraba sentado delante de una cabaña, se trataba del doctor Livingstone. A pesar de su frágil apariencia, experimentó una indescriptible sensación de fascinación desde el mismo instante en que estrechó su mano.

Vestía un chaleco rojo y unos pantalones grises desgastados, y cubría su cabeza con una gorra azul. Demacrado y envejecido, su débil estado de salud se debía, según supo posteriormente, a que hacía un par de años habían saqueado su destacamento base, robando las provisiones y las medicinas, lo que había impedido que se tratase adecuadamente la disentería y la malaria que padecía. A su lado, James Chuma y Abdullah Susi, sus dos más fieles compañeros desde que les libró de unos traficantes árabes de esclavos, no le abandonaban ni un solo momento.

Haciendo honor a su instinto de periodista, no tardó en acosarle a mil y una preguntas, que David Livingstone contestó amablemente. Le explicó de primera mano todo acerca de su infancia y juventud en Escocia. Le habló de su primera vocación religiosa, que le llevó a ordenarse sacerdote, y de cómo su espíritu altruista de servir y ayudar al prójimo le condujo a cursar estudios en la Universidad de Medicina y Cirugía de Glasgow, influido por los consejos del predicador Robert Moffat.

En sus paseos por la ribera del lago, David le refirió cómo fue aceptado por la Sociedad Misionera de Londres. Tenía intención de viajar a la China, pero el inicio de la Guerra del Opio se lo impidió. Así que decidió emigrar a Sudáfrica, e integrarse en la delegación de Kuruman, centro de las misiones protestantes de Bechuanalandia, fundada de Robert Moffat. Allí conoció a la que sería su esposa y madre de sus seis hijos, Mary Moffat, la hija del reverendo.

Henry no terminaba de acostumbrarse a los rugidos de los leones, que le sobresaltaban cada noche. Se le venía siempre a la mente el vívido relato de Livingstone, del día en que sufrió el ataque de un león cuando trataba de defender el ganado de un poblado al que había acudido a curar a varios enfermos. Logró dar muerte a la fiera, pero ésta le fracturó el húmero, que se recolocó como pudo sin anestesia, aunque quedó lisiado de por vida. Desde entonces, era aclamado en todas las aldeas con el grito de ‘Gran León’.

Lentamente, Henry se iba imbuyendo del ambiente mágico de aquel rincón del África central, y de las prodigiosas maravillas naturales que David le describía. Parajes en los que el hombre blanco aún no había puesto su pie, y con nombres difíciles de pronunciar, ya que el doctor se empeñaba en designarlos con su lengua original.

De esta forma, le hablaba del lago Ngami, del caudaloso río Zambeze, de la ruta entre Quilimane en Mozambique y Luanda en Angola, del lago Nyassa, o del curioso río Okavango, que desaparecía los meses de verano bajo las arenas del desierto de Kalahari. Y asimismo de las asombrosas cataratas Mosi-oa-Tunya, esto es, el humo que truena, y que fue el único accidente geográfico que sí se atrevió a rebautizar como cataratas Victoria, en honor de la monarca inglesa.

La amistad se había instalado entre ellos dos de tal manera que no pudo rechazar la invitación que le formuló el doctor Livingstone, una vez recuperado, para que le acompañase en lo que se había convertido su gran obsesión: hallar las fuentes del Nilo. Estaba convencido de que el Tanganika era tributario del fabuloso río africano, por lo que necesitaba identificar el curso que conectase a ambos. La Royal Geographical Society le había asignado a él, como el más célebre y experto de los exploradores, el encargo de buscar el nacimiento del Nilo, y no quería descansar hasta no dar con la respuesta.

Stanley se apuntó a dicha búsqueda a lo largo de la costa septentrional del lago, atraído por el interés geográfico y periodístico de la expedición, pero principalmente por mantenerse al lado de aquella cautivadora persona. Ya se había dado cuenta, incluso antes de encontrarle, de la veneración que le profesaban todos los nativos, especialmente los makololos. Éstos le apodaban ‘padre blanco’, y algunos eran capaces de recitar de memoria varios sermones completos suyos.

Pudo comprobar en los distintos poblados que iban atravesando, que su reputación de gran curandero le precedía siempre, de tal forma que incluso en los sitios que todavía no había visitado era bienvenido efusivamente. En muchas ocasiones apenas si podía atender a todos los pacientes, y si dedicaba solo a los casos más urgentes.

La confianza que se había ganado entre ellos, y que ningún otro occidental había conseguido, no era solo por sus conocimientos médicos o por su labor evangelizadora, sino también por la ferviente oposición que en todas las ocasiones manifestaba en contra del racismo y del comercio de esclavos.

El creciente imperalismo europeo en África, que buscaba explotar sus ingentes recursos minerales y agrícolas, y apropiarse del oro, diamantes, caucho o marfil de aquellos territorios carentes de cohesión y liderazgo para defenderse de la invasión, había propiciado el incremento del tráfico de esclavos así como la masacre de los indígenas.

Livingstone llevaba una temporada intentando descubrir nuevas vías entre la costa atlántica y la del índico a través de ríos navegables y de rutas terrestres, con el fin de abrir caminos a las actividades comerciales y a la obra misionera.

Le expresaba su convicción de que el desarrollo económico de aquellas zonas derivaría, de esta manera, en un progreso social que favorecería la erradicación de la explotación y la abolición del comercio de esclavos. Ese era el objetivo último que perseguía con sus expediciones.

Por todo ello, después de cuatro meses de compartir aventuras y vivencias, a Stanley le costó mucho proponerle que le acompañase en su vuelta a Londres. Sabía de antemano la respuesta, pero él no podía prolongar más su estancia en aquellas latitudes, y le resultaba muy angustioso dejar allí al descubridor y misionero, con una delicada salud que se consumía día tras día.

A Livingstone no le quedaba nada que le importase más allá de aquella región. Había salvado a miles de aborígenes, pero su mujer había muerto unos años atrás, víctima de una disentería que él no pudo curar. Por otra parte, sus hijos no le tenían en demasiada estima, pues le reprochaban el poco tiempo que habían disfrutado de su presencia.

Y en su patria natal ya no le esperaban con los brazos abiertos, como las primeras veces que regresó de África. Entonces le concedieron las más altas distinciones, fue recibido por la reina, e impartió innumerables conferencias. Pero su posicionamiento ante el colonialismo y la trata de esclavos, principalmente de árabes y portugueses, habían ocasionado que pasara de ser una aclamada celebridad a resultar un sujeto incómodo y criticado.

Stanley comenzaba a entenderle, y sobre todo, había aprendido a quererle como al padre que jamás había tenido.  Quizás por ello determinó que había llegado la hora de partir, antes de que él también empezase a considerar aquella tierra como su hogar.

Cargó en su equipaje los apuntes que le regaló Livingstone. Entre ellos se contaban sus eficaces tratamientos contra el escorbuto, la malaria, el paludismo, la disentería o las fiebres tifoideas, y sus recetas de quinina o arsénico, que sin duda encontrarían un destacado lugar en las revistas médicas.

Igualmente portaba los manuscritos que había redactado en sus viajes, con anotaciones de botánica, cartografía, zoología y geología, así como múltiples artículos de denuncia contra el comercio de seres humanos.

Aquel día, en Unyanyembe, notaba que su mochila pesaba más de lo acostumbrado. Sabía que no se debía tanto al abultado montón de diarios y libretas de Livingstone, como al lastre de la pasión por la aventura y los descubrimientos, que David le había inculcado, y con el que cargaría hasta el final de sus días.

Stanley se secó los ojos con un pañuelo, respiró profundamente, y dirigió una última mirada de despedida a aquel hombre que seguía agitando fatigosamente su vieja gorra.




4 comentarios:

  1. La primera frase es digna de un genio. Gracias.

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  2. Que vida mas dura e interesante la de Henry Morton Stanley, la aventura con el Dr. Livingston fantásticamente relatada. Felicidades Herminio.

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    1. Pues aún quedaba lo más duro: regresar a 'la civilización' y descubrir que ya no pertenecía a ese mundo. Volvió a África para protagonizar otras interesantísimas expediciones.
      Gracias por el comentario. Me alegra que te gustase la historia, Félix. Abrazos!

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