jueves, 6 de noviembre de 2014

Viernes revolucionario

Un viaje por la Ley de Stigler y los epónimos que nos lleva a San Petersburgo en la época de la Revolución de Octubre rusa.
Nada se puede comparar con la cara de sorpresa de un niño cuando descubre de qué color era el caballo blanco de Santiago.

O quizás sí: la cara que se nos queda cuando de mayores descubrimos el cuidado que debemos tener con este tipo de sentencias que parecen tan obvias.

Stephen M. Stigler es un profesor de Estadística de la Universidad de Chicago. En 1980 formuló la Ley de Stigler, o ley de la eponimia de Stigler, un curioso axioma según el cual ningún hallazgo científico recibe el nombre de quien lo descubrió en primer lugar. Lo cual no es sino una versión erudita del dicho popular: unos tienen la fama y otros cardan la lana.




Todo ello tiene que ver con la eponimia, que es un método por el cual se asigna un nombre propio, normalmente de persona, a un lugar, hecho, concepto, enfermedad u objeto, con el fin último de hacer perdurar en la memoria colectiva el nombre de su autor, descubridor, pensador, creador, inventor, legislador o investigador.



De esta forma se han formado los nombres del cometa de Halley (por el astrónomo), la constante de Planck (por el físico), la ley Sinde (por la ministra), los grados Celsius (por el físico) , el efecto Edison (por el inventor), Colombia (por el navegante), Fenicia (por el rey Fénix), Filipinas (por Felipe II), Alzheimer (por un médico alemán), el sistema Braille (por el pedagogo), el daltonismo (por naturalista), el cóctel Molotov (por el político soviético), y así un largo etcétera.

Sin embargo, resulta realmente descorazonadora la facilidad con la que frecuentemente, después de años de investigación, esfuerzos, cálculos, teoremas y fórmulas, llega el listo de turno y se apropia de la autoría.

Así, el teléfono no lo inventó Alexander Graham Bell sino Antonio Meucci; la radio no fue idea de Guillermo Marconi sino de Nikola Tesla; la Regla de l’Hôpital en realidad fue descubierta por Johann Bernouilli; la constante de Avogadro fue fruto del trabajo de Johan Josef Loschmidt; el bosón de Higgs no es sino una teoría desarrollada por los físicos Robert Brout y François Englert; la distribución de Gauss fue expuesta por primera vez por Abraham de Moivre; los números árabes son en realidad hindúes; las primeras leyes de Newton fueron expresadas con anterioridad por Galileo, Hooke y Huigens; la constante e denominada así en honor a Euler la halló antes Jacob Bernouilli; y la ley de Ohm fue descubierta por Henry Cavendish.



Son sólo unos cuantos ejemplos de lo que sucede a nivel científico, aunque podríamos poner otros muchos. Además, este es un fenómeno que abarca a todos los ámbitos de la vida. Sin ir más lejos, en término históricos tenemos cómo América no recibió el nombre de su descubridor, Cristóbal Colón, sino el del avispado cartógrafo Americo Vespucio.

Incluso la célebre frase de pienso luego existo no corresponde a Descartes, sino que un siglo antes la habían utilizado los filósofos españoles Gómez Pereira y Francisco Sánchez. Y todos conocemos otras falsas atribuciones: la frase “Ladran Sancho, señal que cabalgamos” no figura en el Quijote, como tampoco podemos encontrar el famoso “Tócala de nuevo, Sam” en la mítica película Casablanca, ni podremos leer la coletilla “Elemental, querido Watson” en las aventuras de Sherlock Holmes. Pero todas ellas se han atribuido a los autores de dichas obras.

Para más inri, incluso la propia Ley de Stigler, que pone de manifiesto esta notable falta de correspondencia entre el nombre de la obra y su autor, no es obra de Stephen M. Stigler, sino que su verdadero descubridor fue el sociólogo Robert K. Menton.



Así que hemos de tener cuidado con las atribuciones de méritos a la ligera, sólo en función del nombre. Por ejemplo, acabamos de estrenar el mes de noviembre, que ya no es el noveno mes del calendario, sino el undécimo. Y también podemos fijarnos en la efeméride que celebramos hoy, 7 de noviembre: el 97 aniversario de la Revolución de Octubre rusa.

Corría el año 1917, y tras la abdicación del zar Nicolás II en febrero de ese año, el gobierno provisional no acababa de hacerse con las riendas del país. Las consecuencias de la participación en la Primera Guerra Mundial se hacían sentir en la población: millones de muertos y heridos en la guerra, hambruna, escasez de mercancías, huelgas. Hasta que todo estalló ese octubre rojo.

Tras el cañonazo de salida disparado por la tripulación del navío de guerra Aurora, los bolcheviques asaltaron el Palacio de Invierno de los zares, sede de la Duma, en San Petersburgo, en lo que constituye uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX.



Aunque debería haber señalado con mayor propiedad que dicho motín tuvo lugar en Petrogrado (otro claro ejemplo de epónimo, en honor de su fundador, el zar Pedro I), ya que, debido a la guerra con Alemania, habían decidido hacía pocos meses sustituir el primer nombre, de origen germánico, por un homónimo que sonase más patriótico.

Y es que la Venecia del Norte (o la Nueva Amsterdam) debe ser una de las ciudades que más cambios de topónimo ha sufrido a lo largo de la historia, pues a estos dos nombres que se fueron sucediendo a lo largo del tiempo hay que añadir el de Leningrado. epónimo en honor del líder bolchevique que lideró la revuelta de aquellos días, y que injustamente le arrebató la capitalidad de Rusia en beneficio de Moscú.

Pues, como decíamos, todo esto ocurrió a las orillas del río Nevá, la noche de un 25 de octubre de 1917.


¿Cómo es esto posible? ¿No habíamos quedado que hoy 7 de noviembre se celebra el aniversario de dicho acontecimiento?

Pues sí, fue un 25 de octubre. Lo que ocurre es que, por aquellos tiempos, en Rusia aún se regían por el calendario juliano. Aquí nos encontramos una vez más con un epónimo, ya que dicho calendario recibe el nombre por Julio César, quien lo implantó en todo el imperio, y también vemos cómo se cumple la ley de Stigler, ya que dicho calendario fue invención de Sosígenes de Alejandría.

El caso es que, con el fin de corregir la desviación que supone la diferencia de 11 minutos entre el calendario juliano y el astronómico y que en 1582 ya se habían acumulado 10 días de retraso, dicho calendario juliano fue sustituido por el calendario gregoriano (fruto de la reforma del papa Gregorio XIII, un epónimo más) en gran parte del mundo occidental, pero no así en los países de confesión ortodoxa.



Por eso mientras en Rusia era 25 de octubre de 1917, en el resto del mundo era 7 de noviembre. Y por tanto el Octubre Rojo ruso en realidad debería denominarse Noviembre Rojo.


Así que cuidadito este fin de semana con todo aquello que nos parezca obvio, porque a veces podemos llevarnos una sorpresa. Incluso el propio fin de semana puede no ser tal, ya que en muchos países consideran el domingo como el primer día de la semana... ¡Buen fin/principio de semana a todos! Увидимся!


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