Louis y Juda. Dos personajes con existencias tan distintas y separados por miles de kilómetros, entrelazaron sus vidas tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, aunque nunca llegaron a conocerse.
Juda y su familia vivían en una paradisíaca isla del archipiélago de las Islas Marshall, en el lejano Océano Pacífico. En su día, los japoneses le habían nombrado algo así como policía de su comunidad, aunque él no acababa de entender sus funciones. Hacía poco tiempo que los estadounidenses les habían liberado, pero ellos desconfiaban de todo tipo de salvadores.
Hacía más de 400 años que habían atracado en la isla los primeros europeos. Una expedición española, comandada por Alonso de Salazar, había avistado en 1526 aquel archipiélago de camino a Manila. Los contactos posteriores con los nativos fueron bastante esporádicos, ya que éstos no poseían ningún producto ni riqueza que pudiese interesar a los extranjeros.
Las islas cayeron dentro del dominio de la Capitanía General de las Filipinas, aunque ello no supuso un gran cambio en sus vidas, especialmente desde el intento de evangelización de sus habitantes, que acabó con la muerte de los misioneros. Desde entonces, parecía que los españoles les habían dejado en paz.
Los siguientes extraños que aparecieron por allí fueron los ingleses, en 1788, con una expedición al mando del capitán John Charles Marshall, que no les dejó ninguna herencia salvo la de su apellido, usado desde entonces para nombrar al archipiélago.
Tras ellos vinieron los alemanes, que en 1899 compraron ciertas posesiones del Pacífico a España por la cantidad de 25 millones de pesetas, con el fin de instalar un par de puertos comerciales para el floreciente comercio de la copra.
Más tarde, en 1914, las islas fueron ocupadas por los japoneses, más belicosos que los anteriores conquistadores, y que instalaron allí algunos cuarteles. Con estos precedentes, era normal que, ahora que los norteamericanos habían expulsado a los japoneses, los indígenas les mirasen también con cierto recelo.
En el otro extremo del mundo, Francia se lamía de las heridas que le había supuesto la ocupación nazi. Louis, un ingeniero automovilístico, debía reconvertir su carrera para hacerse cargo del negocio de lencería de su madre, situado en un local próximo a la sala de fiestas de Les Folies Bergères.
En su taller de París, el nuevo modisto ultimaba su gran apuesta, con la que revolucionaría el mundo de la moda, o bien le llevaría al más absoluto fracaso. Quedaban pocos días para el estreno de su colección, y todavía no había conseguido encontrar ninguna modelo que se atreviese a desfilar con su conjunto de espectaculares bañadores.
En las antípodas, los norteamericanos habían nombrado rey del archipiélago a Juda, ya que el comodoro Ben H. Wyatt necesitaba que alguien firmase la cesión temporal de aquellas islas a favor de los Estados Unidos, y esta persona debía tener algún rango de importancia para dar carácter de formalidad al trato. Juda consintió en la cesión, llevado por su ingenuidad y por el carácter amable que caracteriza a su pueblo.
Mientras Juda valoraba de qué forma transmitiría a sus ahora súbditos la amarga decisión que había tomado, ya que deberían abandonar temporalmente aquellas islas que tanto amaban, Louis conseguía que una de las bailarinas nudistas del Casino de París accediese a presentar sus modelos.
Finalmente tendría lugar el desfile, y como bien presumía el ingeniero reconvertido a modisto, iba a ser una auténtica bomba. Aunque estaba por ver si, tras la presentación, la clientela se iba a lanzar ávidamente a comprar los modelos o no.
A los pocos días, Juda pudo ver la enorme nube que se formó cuando los estadounidenses lanzaron aquella terrible bomba sobre lo que había sido el hogar de su pueblo durante miles de años. No acababa de entender cómo aquello podía realizarse “por el bien de la humanidad y para poner fin a todas las guerras del mundo”. Se sintió engañado y lloró desconsolado, pues entendió que difícilmente podrían recuperar su atolón.
Bikini era la palabra que copaba los titulares de los noticieros de medio mundo, y a Louis le pareció conveniente darles a sus novedosos y explosivos trajes de baño el nombre de ‘bikinis’, tal y como le sugirió su modelo Micheline Bernardini, pensando en la sensación que iban a provocar, similar a la de una bomba atómica. Pero en este caso, la expansión de su obra iba a ser mucho más lenta y laboriosa que la de la nube de radiación de la bomba caída sobre el atolón.
Los norteamericanos alojaron a los bikinianos en unos barracones militares de un islote del archipiélago, dejándoles raciones de comida para mes y medio. Cuando volvieron al islote, dos meses después, se encontraron con una tribu en estado lamentable. Se les había agotado la comida, los peces costeros habían muerto envenenados, y en la nueva isla no había otros recursos con los que alimentarse.
Los aborígenes fueron trasladados de isla en isla, cada cual más inhabitable que la anterior, a diferencia del exuberante atolón Bikini que les había dado cobijo y alimento hasta que aparecieron los occidentales. Y cuando recalaban en alguna isla con mejores recursos, sus habitantes no resultaban nada hospitalarios con ellos. Mientras tanto, a muchos comenzaban a notárseles los efectos de la radiactividad y morían desamparados en los barracones de la Marina, sin posibilidad de ser atendidos en un hospital.
En París las cosas no pintaban mejor para Louis. El nuevo bañador, que ofrecía un notable ahorro de tela, muy valorado en tiempos de crisis, chocaba con la moral imperante en la época. Ni en Europa ni en Norteamérica conseguía introducir su producto, considerado escandaloso por dejar el ombligo al aire, y el tiempo corría en su contra. Incluso en 1951, en el certamen de Miss Mundo, el bikini fue prohibido.
Pierre probó a retomar su antiguo oficio de diseñador de coches, y fabricó un modelo de yate rodante, en el que unas chicas en bikini se zambullían en una piscina interior, y que acompañó al Tour de Francia. También acudió a la publicidad en avionetas, que volaban por las playas de la Costa Azul, anunciando sus trajes de baño de dos piezas. Pero las ventas no acababan de despegar.
Así que su siguiente apuesta fue la de buscar alguna famosa que quisiera promocionar la prenda, para que ésta se pusiera de moda. No pudo encontrar mejor reclamo para tal fin que Brigitte Bardot, que se dejó convencer sin demasiados reparos y lo lució en las aguas de Saint Tropez. Enseguida cientos de francesas se aprestaron a emularla, viendo en la prenda un hito más en su lucha por la libertad.
Actrices de Hollywood como Jayne Mansfield, Marylin Monroe, Jane Fonda o Raquel Welch terminarían por popularizar el bikini, y Ursula Andress la elevó a prenda de culto cuando la lució junto a James Bond.
En el otro extremo del planeta, nuestros amigos de Bikini vivían ajenos a que el nombre de su isla cobraba tal notoriedad. Ellos también cobraron, a razón de 12 dólares por semestre, como compensación por los sufrimientos padecidos, aunque la cifra resultaba escasa y sobre todo inútil, pues no había nada que comprar en aquellos islotes, aislados del mundo civilizado.
Louis Réard consiguió un tremendo éxito, tras sobreponerse al escándalo y rechazo inicial. No ocurrió lo mismo con Juda. Su coronación como rey fue bastante amarga, y murió víctima del cáncer años 22 años más tarde. Setenta años después de aquella deportación temporal, sus descendientes todavía no pueden regresar a su amada tierra. A pesar de ello, siguen recibiendo a los escasos turistas, ataviados con bermudas y bikinis, que se atreven a visitar aquellas islas, con guirnaldas de flores y una sonrisa sincera en la boca.
¡Buen fin de semana a todos!
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